de Como las Muchachas Garcia Perdieron el Acento
Autor Julia Alvarez Traducere de Mercedes Guhles Limba Spaniolă Paperback – 30 sep 2007 – vârsta de la 14 până la 18 ani
Lo que las hermanas han perdido para siempre —y lo que logran encontrar— se revela en esta novela magistral de una de las novelistas más celebradas de nuestros tiempos.
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Specificații
ISBN-13: 9781400096947
ISBN-10: 1400096944
Pagini: 300
Dimensiuni: 134 x 202 x 18 mm
Greutate: 0.24 kg
Editura: Vintage Books USA
ISBN-10: 1400096944
Pagini: 300
Dimensiuni: 134 x 202 x 18 mm
Greutate: 0.24 kg
Editura: Vintage Books USA
Notă biografică
Julia Álvarez vivió su infancia en República Dominicana hasta 1960, cuando emigró a los Estados Unidos. Luego de obtener sus títulos de pregrado y postgrado en literatura y creación literaria, enseñó poesía durante muchos años y publicó su primer libro de poemas, Homecoming, en 1984. Ha recibido becas del Fondo Nacional para las Artes y de la Fundación Ingram Merrill. De cómo las muchachas García perdieron el acento recibió el premio PEN Oakland/Josephine Miles en 1991, que se entrega a obras que presentan un punto de vista multicultural. En la actualidad, enseña literatura inglesa en Middlebury College.
Extras
Antojos
Yolanda
las tías mayores están sentadas en los sillones blancos de mimbre, desplegando sus abanicos con un giro de muñeca y cerrándolos nuevamente de un golpe. Si no fuera porque ahora hay más vestidas con los grises y negros de la viudez, parecería que han cambiado poco desde la última vez que Yolanda estuvo en la isla, hace cinco años.
Sentadas entre las tías, en las sillas del comedor que resultan mucho menos cómodas, las primas son destellos de color en enterizos azul turquesa y ajustados vestidos de jersey.
El bizcocho está en una mesa aparte, donde los primitos se amontonan para discutir a quién le va a tocar cuál pedazo. Cuando el bullicio se vuelve fastidioso, sus niñeras los llaman desde los banquitos que ocupan al fondo del patio, como una falange de uniformes blancos almidonados.
Antes de que alguien se voltee para saludarla en la entrada, Yolanda se ve como la verán ellos: raída, con su falda de algodón negro y su blusa de jersey, de sandalias, y con el alborotado cabello negro recogido con un cintillo. Tal como una misionera, dirán sus primas, como esas muchachas del Cuerpo de Paz que no se arreglan y más bien dedican su vida a andar por el mundo haciendo cosas supuestamente buenas.
una sirvienta se asoma desde la despensa hacia el pasillo. Es una mujer flaca y morena, vestida con el uniforme negro de las sirvientas de la cocina. Su cabeza está cubierta con trenzas diminutas enrolladas en moñitos y sujetadas con pinchos. “Doña Carmen”, dice dirigiéndose a la anfitriona, una de las tías de Yolanda, “no hay fósforos. Justo salió a buscar unos a casa de doña Lucinda”.
“Por Dios, Iluminada”, la regaña tía Carmen, “pero si tuviste todo el día”.
La sirvienta baja la mirada hacia las manos que mantiene entrelazadas ante sí, en un gesto que Yolanda recuerda haber visto ilustrado en un libro para actores del Renacimiento. Figuraban en una página de gestos clásicos. “El gesto de súplica”, rezaba al pie. Si estaban sobre el pecho, al lado del corazón, eran “las manos de un amante que le suplica a su amada que se apiade de él”.
la concurrencia se percata de la presencia de Yolanda. Su prima Lucinda dirige un coro desafinado de primitos que canta “¡Aquí viene Miss América!” Yolanda se lleva la mano a la frente y suelta el esperado sollozo melodramático. Al coro le da trabajo concluir la primera estrofa, y entonces se precipita hacia ella con abrazos, besos, y hasta una imitación de patadas de karate de parte de dos varoncitos.
“Te ves horrible”, declara Lucinda. “No te lo tomes a mal, pero estás demasiado flaca y tu cabello necesita un corte”. Ésta es la prima que no tiene pelos en la lengua. Con su traje de pantalón de marca y con la cabellera alisada y salpicada de reflejos de un rubio platinado, Lucinda parece una modelo de revista, un estilo que a Yolanda siempre la hace pensar en una prostituta cara.
“¡Prendan las velas, prendan las velas!”, claman los primitos a coro.
Tía Carmen levanta las manos hacia el cielo, en un gesto que sin duda aprendió de alguno de sus amigos sacerdotes. “La muchacha olvidó los fósforos”.
“¡El servicio! Cada día peor”, le confía tía Flor a Yolanda, mostrándole una de sus famosas sonrisas. Las primas se refieren a tía Flor como “la política”, porque es capaz de producir esa sonrisa sin importar las circunstancias. Cuentan que una vez, durante quién sabe cuál revolución, uno de los tíos menores, que era radical, se apareció con su esposa en casa de tía Flor en medio de la noche, pidiendo asilo. Ella los recibió en la puerta con una sonrisa y con un “¡Encantada de que hayan venido a verme!”
“Déjame contarte lo último que pasó en mi casa”, continúa tía Flor. “Ayer, el chofer me estaba llevando a mi novena, y de repente el carro da un brinco hacia adelante y se apaga, en plena calle. Me preocupo, pues tú sabes cómo son las cosas, un carro grande parado en medio de la zona universitaria; y digo: ‘César, ¿qué podrá ser?’ Él se rasca la cabeza: ‘No sé, Doña Flor’. Un hombre muy amable se para a ayudarnos, revisa todo y dice: ‘Pues, su carro se quedó sin gasolina, señora’. ¡Sin gasolina! ¿Te imaginas?” Tía Flor niega con la cabeza. “¡Un chofer que no puede mantener el carro con gasolina! ¡Bienvenida a tu islita!” Luego sonríe, abre su abanico con un giro de la muñeca, y bellas aves silvestres extienden sus alas plateadas.
Tras un tirón posesivo de una de las primitas, Yolanda se deja guiar hacia la mesa del bizcocho, engalanada con un mantel de encaje blanco y servilletas festivas planchadas y almidonadas. Yolanda finge sorpresa al ver que el bizcocho tiene la forma de la isla. “Fue idea de Mami”, explica la niña de Lucinda con una sonrisa resplandeciente.
“Vamos a prenderle velas por todas partes”, añade otra de las primitas. Cual si fuera un fantasma, su carita evoca a alguien de la generación de Yolanda. “Ésta tiene que ser la hija de Carmencita”, piensa.
“Por todas partes no”, dice uno de sus hermanos mayores, corrigiéndola. “Las velas son sólo para las ciudades grandes”.
“No. ¡Por todos los lados!”, insiste la reencarnación de Carmencita. “¿Verdad Mami, de punta a punta?”, y se dirige a una mujer cuyo rostro avejentado le resulta menos familiar a Yolanda que las facciones de la niña.
“¡Carmencita!”, exclama Yolanda. “No te había reconocido”.
“Más vieja pero no más sabia”, contesta Carmencita en inglés, producto de sus dos o tres años en un internado en los Estados Unidos. Sólo los varones se quedan allá para estudiar en la universidad. Carmencita continúa en español: “¡Pensamos en darte la bienvenida con un bizcocho isleño!”
“Cinco velas”, cuenta Lucinda. “¡Una por cada año que has estado fuera!”
“Cinco ciudades principales”, grita el primito sabelotodo.
“¡No!”, lo contradice su hermana. La madre de ambos se inclina para terciar en la discusión.
yolanda, sus primas y sus tías se sientan a esperar que lleguen los fósforos. El sol del atardecer se cuela a través de la trinitaria decidida a escalar las paredes del patio, entrenada para treparse por la pérgola y derramar sus flores rosadas y moradas. El patio de la casa de tía Carmen es el lugar de reunión en el residencial familiar. Ella es la viuda del patriarca de la familia, así que su casa es la más amplia. Donde acaba su patio y comienzan los jardines bien cuidados, hay senderos empedrados que toman rumbos diferentes. Después del bizcocho y los cafecitos, las primas se dispersarán por esos senderos hacia sus respectivos hogares situados dentro del mismo complejo residencial y allí supervisarán a sus cocineras en la preparación de la cena para sus maridos, quienes volverán a casa después del happy hour en algún bar. Una vez, uno de los primos alardeó diciendo que ese rato antes de la cena no debería llamarse así, “hora feliz”, sino más bien “hora de la puta”, y no tuvo el menor inconveniente en explicarle a Yolanda que era el momento del día en que los dominicanos de cierta clase van a visitar a su “querida” antes de llegar a casa y ver a su esposa.
“Cinco años”, dice tía Carmen suspirando. “Vamos a tener que añoñarla esta vez”, y ladea la cabeza para confirmar la colaboración de las demás tías y primas, “para que no se nos vuelva a quedar por allá tanto tiempo”.
“No es bueno”, dice tía Flor. “Ustedes cuatro se pierden por allá”, y sonríe, señalando el cielo con la barbilla.
“¿Cómo están las cuatro?”, pregunta Lucinda guiñando un ojo. Durante los años de adolescencia, en las visitas que hacían en el verano, las cuatro muchachas escandalizaban a sus primas de la isla al hacerles los cuentos de sus aventuras en los Estados Unidos.
Yolanda informa sobre sus hermanas en un español vacilante. Y cuando vuelve a hablar en inglés, un coro la corrige clamando: “¡En español!” Las tías insisten en que, mientras más practique, más rápido recuperará su lengua materna. Sí, y cuando regrese a los Estados Unidos, se va a encontrar con la mente en blanco en algún momento, cuando trate de dar con una palabra en inglés, o será como su mamá, que confunde expresiones comunes. Sólo que Yolanda no está tan segura de que vaya a regresar esta vez. Pero eso es un secreto.
“Cuéntanos en detalle qué quieres hacer mientras estás aquí”, dice Gabriela, la hermosa esposa de Mundín, el príncipe de la familia. El rostro de Gabriela, con su piel muy blanca y los ojos oscuros y dramáticos de una heroína del romanticismo, le recuerda a Yolanda el gesto del amante con las manos entrelazadas sobre el pecho. Pero añade en forma muy directa, lo cual es un alivio: “Si no tienes planes, créeme que acabarás con una cantidad de invitaciones que no vas a poder rechazar”.
“Y si tienes algún antojito, es mejor que nos digas”, concuerda tía Carmen.
“¿Qué es un antojo?”, pregunta Yolanda.
Claro. Sus tías tienen razón. Luego de tantos años lejos, se le está olvidando el español.
“Bueno, no es una palabra sencilla de explicar”, responde ella y cruza una mirada de picardía con las demás tías. ¿Cómo expresarlo? “Un antojo es como las ganas locas de comer algo”.
Gabriela infla las mejillas: “Calorías”.
Un antojo es una palabra española muy antigua, continúa una de las tías mayores. “De mucho antes de que tus Estados Unidos estuvieran en la mente de alguien”, agrega con tono ácido. “De hecho, en el campo puedes encontrar campesinos que la usan en el sentido antiguo. ¡Altagracia!”, grita para llamar a una de las sirvientas que están sentadas al otro extremo del patio. Una anciana diminuta, con el pelo peinado hacia atrás y recogido en un moño blanco apretado, se acerca. Le piden que le explique a Yolanda qué es un antojo. Ella esconde las manos morenas en los bolsillos de su uniforme.
Yolanda
las tías mayores están sentadas en los sillones blancos de mimbre, desplegando sus abanicos con un giro de muñeca y cerrándolos nuevamente de un golpe. Si no fuera porque ahora hay más vestidas con los grises y negros de la viudez, parecería que han cambiado poco desde la última vez que Yolanda estuvo en la isla, hace cinco años.
Sentadas entre las tías, en las sillas del comedor que resultan mucho menos cómodas, las primas son destellos de color en enterizos azul turquesa y ajustados vestidos de jersey.
El bizcocho está en una mesa aparte, donde los primitos se amontonan para discutir a quién le va a tocar cuál pedazo. Cuando el bullicio se vuelve fastidioso, sus niñeras los llaman desde los banquitos que ocupan al fondo del patio, como una falange de uniformes blancos almidonados.
Antes de que alguien se voltee para saludarla en la entrada, Yolanda se ve como la verán ellos: raída, con su falda de algodón negro y su blusa de jersey, de sandalias, y con el alborotado cabello negro recogido con un cintillo. Tal como una misionera, dirán sus primas, como esas muchachas del Cuerpo de Paz que no se arreglan y más bien dedican su vida a andar por el mundo haciendo cosas supuestamente buenas.
una sirvienta se asoma desde la despensa hacia el pasillo. Es una mujer flaca y morena, vestida con el uniforme negro de las sirvientas de la cocina. Su cabeza está cubierta con trenzas diminutas enrolladas en moñitos y sujetadas con pinchos. “Doña Carmen”, dice dirigiéndose a la anfitriona, una de las tías de Yolanda, “no hay fósforos. Justo salió a buscar unos a casa de doña Lucinda”.
“Por Dios, Iluminada”, la regaña tía Carmen, “pero si tuviste todo el día”.
La sirvienta baja la mirada hacia las manos que mantiene entrelazadas ante sí, en un gesto que Yolanda recuerda haber visto ilustrado en un libro para actores del Renacimiento. Figuraban en una página de gestos clásicos. “El gesto de súplica”, rezaba al pie. Si estaban sobre el pecho, al lado del corazón, eran “las manos de un amante que le suplica a su amada que se apiade de él”.
la concurrencia se percata de la presencia de Yolanda. Su prima Lucinda dirige un coro desafinado de primitos que canta “¡Aquí viene Miss América!” Yolanda se lleva la mano a la frente y suelta el esperado sollozo melodramático. Al coro le da trabajo concluir la primera estrofa, y entonces se precipita hacia ella con abrazos, besos, y hasta una imitación de patadas de karate de parte de dos varoncitos.
“Te ves horrible”, declara Lucinda. “No te lo tomes a mal, pero estás demasiado flaca y tu cabello necesita un corte”. Ésta es la prima que no tiene pelos en la lengua. Con su traje de pantalón de marca y con la cabellera alisada y salpicada de reflejos de un rubio platinado, Lucinda parece una modelo de revista, un estilo que a Yolanda siempre la hace pensar en una prostituta cara.
“¡Prendan las velas, prendan las velas!”, claman los primitos a coro.
Tía Carmen levanta las manos hacia el cielo, en un gesto que sin duda aprendió de alguno de sus amigos sacerdotes. “La muchacha olvidó los fósforos”.
“¡El servicio! Cada día peor”, le confía tía Flor a Yolanda, mostrándole una de sus famosas sonrisas. Las primas se refieren a tía Flor como “la política”, porque es capaz de producir esa sonrisa sin importar las circunstancias. Cuentan que una vez, durante quién sabe cuál revolución, uno de los tíos menores, que era radical, se apareció con su esposa en casa de tía Flor en medio de la noche, pidiendo asilo. Ella los recibió en la puerta con una sonrisa y con un “¡Encantada de que hayan venido a verme!”
“Déjame contarte lo último que pasó en mi casa”, continúa tía Flor. “Ayer, el chofer me estaba llevando a mi novena, y de repente el carro da un brinco hacia adelante y se apaga, en plena calle. Me preocupo, pues tú sabes cómo son las cosas, un carro grande parado en medio de la zona universitaria; y digo: ‘César, ¿qué podrá ser?’ Él se rasca la cabeza: ‘No sé, Doña Flor’. Un hombre muy amable se para a ayudarnos, revisa todo y dice: ‘Pues, su carro se quedó sin gasolina, señora’. ¡Sin gasolina! ¿Te imaginas?” Tía Flor niega con la cabeza. “¡Un chofer que no puede mantener el carro con gasolina! ¡Bienvenida a tu islita!” Luego sonríe, abre su abanico con un giro de la muñeca, y bellas aves silvestres extienden sus alas plateadas.
Tras un tirón posesivo de una de las primitas, Yolanda se deja guiar hacia la mesa del bizcocho, engalanada con un mantel de encaje blanco y servilletas festivas planchadas y almidonadas. Yolanda finge sorpresa al ver que el bizcocho tiene la forma de la isla. “Fue idea de Mami”, explica la niña de Lucinda con una sonrisa resplandeciente.
“Vamos a prenderle velas por todas partes”, añade otra de las primitas. Cual si fuera un fantasma, su carita evoca a alguien de la generación de Yolanda. “Ésta tiene que ser la hija de Carmencita”, piensa.
“Por todas partes no”, dice uno de sus hermanos mayores, corrigiéndola. “Las velas son sólo para las ciudades grandes”.
“No. ¡Por todos los lados!”, insiste la reencarnación de Carmencita. “¿Verdad Mami, de punta a punta?”, y se dirige a una mujer cuyo rostro avejentado le resulta menos familiar a Yolanda que las facciones de la niña.
“¡Carmencita!”, exclama Yolanda. “No te había reconocido”.
“Más vieja pero no más sabia”, contesta Carmencita en inglés, producto de sus dos o tres años en un internado en los Estados Unidos. Sólo los varones se quedan allá para estudiar en la universidad. Carmencita continúa en español: “¡Pensamos en darte la bienvenida con un bizcocho isleño!”
“Cinco velas”, cuenta Lucinda. “¡Una por cada año que has estado fuera!”
“Cinco ciudades principales”, grita el primito sabelotodo.
“¡No!”, lo contradice su hermana. La madre de ambos se inclina para terciar en la discusión.
yolanda, sus primas y sus tías se sientan a esperar que lleguen los fósforos. El sol del atardecer se cuela a través de la trinitaria decidida a escalar las paredes del patio, entrenada para treparse por la pérgola y derramar sus flores rosadas y moradas. El patio de la casa de tía Carmen es el lugar de reunión en el residencial familiar. Ella es la viuda del patriarca de la familia, así que su casa es la más amplia. Donde acaba su patio y comienzan los jardines bien cuidados, hay senderos empedrados que toman rumbos diferentes. Después del bizcocho y los cafecitos, las primas se dispersarán por esos senderos hacia sus respectivos hogares situados dentro del mismo complejo residencial y allí supervisarán a sus cocineras en la preparación de la cena para sus maridos, quienes volverán a casa después del happy hour en algún bar. Una vez, uno de los primos alardeó diciendo que ese rato antes de la cena no debería llamarse así, “hora feliz”, sino más bien “hora de la puta”, y no tuvo el menor inconveniente en explicarle a Yolanda que era el momento del día en que los dominicanos de cierta clase van a visitar a su “querida” antes de llegar a casa y ver a su esposa.
“Cinco años”, dice tía Carmen suspirando. “Vamos a tener que añoñarla esta vez”, y ladea la cabeza para confirmar la colaboración de las demás tías y primas, “para que no se nos vuelva a quedar por allá tanto tiempo”.
“No es bueno”, dice tía Flor. “Ustedes cuatro se pierden por allá”, y sonríe, señalando el cielo con la barbilla.
“¿Cómo están las cuatro?”, pregunta Lucinda guiñando un ojo. Durante los años de adolescencia, en las visitas que hacían en el verano, las cuatro muchachas escandalizaban a sus primas de la isla al hacerles los cuentos de sus aventuras en los Estados Unidos.
Yolanda informa sobre sus hermanas en un español vacilante. Y cuando vuelve a hablar en inglés, un coro la corrige clamando: “¡En español!” Las tías insisten en que, mientras más practique, más rápido recuperará su lengua materna. Sí, y cuando regrese a los Estados Unidos, se va a encontrar con la mente en blanco en algún momento, cuando trate de dar con una palabra en inglés, o será como su mamá, que confunde expresiones comunes. Sólo que Yolanda no está tan segura de que vaya a regresar esta vez. Pero eso es un secreto.
“Cuéntanos en detalle qué quieres hacer mientras estás aquí”, dice Gabriela, la hermosa esposa de Mundín, el príncipe de la familia. El rostro de Gabriela, con su piel muy blanca y los ojos oscuros y dramáticos de una heroína del romanticismo, le recuerda a Yolanda el gesto del amante con las manos entrelazadas sobre el pecho. Pero añade en forma muy directa, lo cual es un alivio: “Si no tienes planes, créeme que acabarás con una cantidad de invitaciones que no vas a poder rechazar”.
“Y si tienes algún antojito, es mejor que nos digas”, concuerda tía Carmen.
“¿Qué es un antojo?”, pregunta Yolanda.
Claro. Sus tías tienen razón. Luego de tantos años lejos, se le está olvidando el español.
“Bueno, no es una palabra sencilla de explicar”, responde ella y cruza una mirada de picardía con las demás tías. ¿Cómo expresarlo? “Un antojo es como las ganas locas de comer algo”.
Gabriela infla las mejillas: “Calorías”.
Un antojo es una palabra española muy antigua, continúa una de las tías mayores. “De mucho antes de que tus Estados Unidos estuvieran en la mente de alguien”, agrega con tono ácido. “De hecho, en el campo puedes encontrar campesinos que la usan en el sentido antiguo. ¡Altagracia!”, grita para llamar a una de las sirvientas que están sentadas al otro extremo del patio. Una anciana diminuta, con el pelo peinado hacia atrás y recogido en un moño blanco apretado, se acerca. Le piden que le explique a Yolanda qué es un antojo. Ella esconde las manos morenas en los bolsillos de su uniforme.
Recenzii
“Sencillamente magnífica”.
—Los Angeles Times
“Conmovedora... poderosa... hermosamente capta la experiencia del nuevo inmigrante, donde el pasado aún no es una memoria”.
—The New York Times Book Review
“Tierna, encantadora... esta obra literaria viene cargada con una intensidad poética que es verdaderamente original”.
—Miami Herald
“Sutil... poderosa... revela las complejidades de familia, del impacto de cultura y lugar, y del poder profundo de los idiomas”.
—The San Diego Tribune
“Una interpretación lírica de una historia familiar —la búsqueda de identidad del inmigrante norteamericano…relatada en un lenguaje vívido y poético”.
—The Philadelphia Inquirer
—Los Angeles Times
“Conmovedora... poderosa... hermosamente capta la experiencia del nuevo inmigrante, donde el pasado aún no es una memoria”.
—The New York Times Book Review
“Tierna, encantadora... esta obra literaria viene cargada con una intensidad poética que es verdaderamente original”.
—Miami Herald
“Sutil... poderosa... revela las complejidades de familia, del impacto de cultura y lugar, y del poder profundo de los idiomas”.
—The San Diego Tribune
“Una interpretación lírica de una historia familiar —la búsqueda de identidad del inmigrante norteamericano…relatada en un lenguaje vívido y poético”.
—The Philadelphia Inquirer
Descriere
This national bestseller "beautifully captures the threshold experience of the new immigrant, where the past is not yet a memory" ("The New York Times Book Review").