El Juego del Angel
Autor Carlos Ruiz Zafones Limba Spaniolă Paperback – 12 mai 2008
Con un estilo deslumbrante e impecable el autor de La Sombra del Viento, nos transporta de nuevo a la Barcelona del Cementerio de los Libros Olvidados para ofrecernos una gran aventura de intriga, romance y tragedia, a través de un laberinto de traición y secretos donde el embrujo de los libros, la pasión y la amistad se conjugan en un relato magistral.
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Specificații
ISBN-13: 9780307455376
ISBN-10: 0307455378
Pagini: 667
Dimensiuni: 163 x 233 x 38 mm
Greutate: 0.66 kg
Editura: Vintage Espanol
ISBN-10: 0307455378
Pagini: 667
Dimensiuni: 163 x 233 x 38 mm
Greutate: 0.66 kg
Editura: Vintage Espanol
Notă biografică
Carlos Ruiz Zafón es uno de los autores más leídos y reconocidos en todo el mundo. Inicia su carrera literaria en 1993 con El Príncipe de la Niebla (Premio Edebé), a la que siguen El Palacio de la Medianoche, Las Luces de Septiembre (reunidos en el volumen La Trilogía de la Niebla) y Marina. En 2001 se publica su primera novela para adultos, La Sombra del Viento, que pronto se transforma en un fenómeno literario internacional. Sus obras han sido traducidas a más de cuarenta lenguas y han conquistado numerosos premios y millones de lectores en todo el mundo. www.eljuegodelangel.comwww.carlosruizzafon.com
Extras
Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio. Mi primera vez llegó un lejano día de diciembre de 1917. Tenía por entonces diecisiete años y trabajaba en La Voz de la Industria, un periódico venido a menos que languidecía en un cavernoso edificio que antaño había albergado una fábrica de ácido sulfúrico y cuyos muros aún rezumaban aquel vapor corrosivo que carcomía el mobiliario, la ropa, el ánimo y hasta la suela de los zapatos. La sede del diario se alzaba tras el bosque de ángeles y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su silueta se confundía con la de los panteones recortados sobre un horizonte apuñalado por centenares de chimeneas y fábricas que tejían un perpetuo crepúsculo de escarlata y negro sobre Barcelona.
La noche en que iba a cambiar el rumbo de mi vida, el subdirector del periódico, don Basilio Moragas, tuvo a bien convocarme poco antes del cierre en el oscuro cubículo enclavado al fondo de la redacción que hacía las veces de despacho y de fumadero de habanos. Don Basilio era un hombre de aspecto feroz y bigotes frondosos que no se andaba con ñoñerías y suscribía la teoría de que un uso liberal de adverbios y la adjetivación excesiva eran cosa de pervertidos y gentes con deficiencias vitamínicas. Si descubría a un redactor proclive a la prosa florida lo enviaba tres semanas a componer esquelas funerarias. Si, tras la purga, el individuo reincidía, don Basilio lo apuntaba a la sección de labores del hogar a perpetuidad. Todos le teníamos pavor, y él lo sabía.
–Don Basilio, ¿me ha hecho usted llamar? –ofrecí tímidamente.
El subdirector me miró de reojo. Me adentré en el despacho que olía a sudor y a tabaco, por este orden. Don Basilio ignoró mi presencia y siguió repasando uno de los artículos que tenía sobre el escritorio, lápiz rojo en mano. Durante un par de minutos, el subdirector ametralló a correcciones, cuando no amputaciones, el texto, mascullando exabruptos como si yo no estuviese allí. Sin saber qué hacer, advertí que había una silla apostada contra la pared e hice ademán de tomar asiento.
–¿Quién le ha dicho que se siente? –murmuró don Basilio sin levantar la vista del texto.
Me incorporé a toda prisa y contuve la respiración. El subdirector suspiró, dejó caer su lápiz rojo y se reclinó en su butaca para examinarme como si fuese un trasto inservible.
–Me han dicho que usted escribe, Martín.
Tragué saliva, y cuando abrí la boca emergió un ridículo hilo de voz.
–Un poco, bueno, no sé, quiero decir que, bueno, sí, escribo…
–Confío en que lo haga mejor de lo que habla. ¿Y qué escribe usted?, si no es mucho preguntar.
–Historias policíacas. Me refiero a…
–Ya pillo la idea.
La mirada que me dedicó don Basilio fue impagable. Si le hubiese dicho que me dedicaba a hacer figurillas de pesebre con estiércol fresco le hubiera arrancado el triple de entusiasmo. Suspiró de nuevo y se encogió de hombros.
–Vidal dice que no es usted del todo malo. Que destaca. Claro que, con la competencia que hay por estos lares, tampoco hace falta correr mucho. Pero si Vidal lo dice. Pedro Vidal era la pluma estrella en La Voz de la Industria. Escribía una columna semanal de sucesos que constituía la única pieza que merecía leerse en todo el periódico, y era el autor de una docena de novelas de intriga sobre gánsters del Raval en contubernio de alcoba con damas de la alta sociedad que habían alcanzado una modesta popularidad. Enfundado siempre en impecables trajes de seda y relucientes mocasines italianos, Vidal tenía las trazas y el gesto de un galán de sesión de tarde, con su cabello rubio siempre bien peinado, su bigote a lápiz y la sonrisa fácil y generosa de quien se siente a gusto en su piel y en el mundo. Procedía de una dinastía de indianos que habían hecho fortuna en las Américas con el negocio del azúcar y que, a su regreso, habían hincado el diente en la suculenta tajada de la electrificación de la ciudad. Su padre, el patriarca del clan, era uno de los accionistas mayoritarios del periódico, y don Pedro utilizaba la redacción como patio de juego para matar el tedio de no haber trabajado por necesidad un solo día en toda su vida. Poco importaba que el diario perdiese dinero de la misma manera que los nuevos automóviles que empezaban a corretear por las calles de Barcelona perdían aceite: con abundancia de títulos nobiliarios, la dinastía de los Vidal se dedicaba ahora a coleccionar en el Ensanche bancos y solares del tamaño de pequeños principados. Pedro Vidal fue el primero a quien mostré los esbozos que escribía cuando apenas era un crío y trabajaba llevando cafés y cigarrillos por la redacción. Siempre tuvo tiempo para mí, para leer mis escritos y darme buenos consejos. Con el tiempo me convirtió en su ayudante y me permitió mecanografiar sus textos. Fue él quien me dijo que si deseaba apostarme el destino en la ruleta rusa de la literatura, estaba dispuesto a ayudarme y a guiar mis primeros pasos. Fiel a su palabra, me lanzaba ahora a las garras de don Basilio, el cancerbero del periódico.
–Vidal es un sentimental que todavía cree en esas leyendas profundamente antiespañolas como la meritocracia o el dar oportunidades al que las merece y no al enchufado de turno. Forrado como está, ya puede permitirse ir de lírico por el mundo. Si yo tuviese una centésima parte de los duros que le sobran a él, me hubiese dedicado a escribir sonetos, y los pajaritos vendrían a comer de mi mano embelesados por mi bondad y buen duende.
–El señor Vidal es un gran hombre –protesté yo.
–Es más que eso. Es un santo porque, pese a la pinta de muerto de hambre que tiene usted, lleva semanas mareándome con lo talentoso y trabajador que es el benjamín de la redacción. Él sabe que en el fondo soy un blando, y además me ha asegurado que si le doy a usted esa oportunidad, me regalará una caja de habanos. Y si Vidal lo dice, para mí es como si Moisés bajase del monte con el pedrusco en la mano y la verdad revelada por montera. Así que, concluyendo, porque es Navidad, y para que su amigo se calle de una puñetera vez, le ofrezco debutar como los héroes: contra viento y marea.
–Muchísimas gracias, don Basilio. Le aseguro que no se arrepentirá de...
–No se embale, pollo. A ver, ¿qué piensa usted del uso generoso e indiscriminado de adverbios y adjetivos?
–Que es una vergüenza y debería estar tipificado en el código penal –respondí con la convicción del converso militante.
Don Basilio asintió con aprobación.
–Va usted bien, Martín. Tiene las prioridades claras. Los que sobreviven en este oficio son los que tienen prioridades y no principios. Éste es el plan. Siéntese y empápese porque no se lo voy a repetir dos veces. El plan era el siguiente. Por motivos en los que don Basilio estimó oportuno no profundizar, la contraportada de la edición dominical, que tradicionalmente se reservaba a un relato literario o de viajes, se había caído a última hora. El contenido previsto era una narración de vena patriótica y encendido lirismo en torno a las gestas de los almogávares en las que éstos, canción va, canción viene, salvaban la cristiandad y todo lo que era decente bajo el cielo, empezando por Tierra Santa y acabando por el delta del Llobregat. Lamentablemente, el texto no había llegado a tiempo o, sospechaba yo, a don Basilio no le daba la real gana de publicarlo. Ello nos dejaba a seis horas del cierre, y sin ningún otro candidato para sustituir el relato que un anuncio a página publicitando unas fajas hechas de huesos de ballena que prometían caderas de ensueño e inmunidad a los canelones. Ante el dilema, el consejo de dirección había dictaminado que había que sacar pecho y recabar los talentos literarios que latían por doquier en la redacción, a fin de subsanar el tapado y salir a cuatro columnas con una pieza de interés humanístico para solaz de nuestra leal audiencia familiar. La lista de probados talentos a los que recurrir se componía de diez nombres, ninguno de los cuales, por supuesto, era el mío.
–Amigo Martín, las circunstancias han conspirado para que ni uno solo de los paladines que tenemos en nómina figure de cuerpo presente o resulte localizable en un margen de tiempo prudencial. Frente al desastre inminente, he decidido darle a usted la alternativa.
–Cuente conmigo.
–Cuento con cinco folios a doble espacio antes de seis horas, don Edgar Allan Poe. Tráigame una historia, no un discurso. Si quiero sermones, iré a la misa del gallo.
Tráigame una historia que no haya leído antes y, si ya la he leído, tráigamela tan bien escrita y contada que no me dé ni cuenta. Me disponía a salir al vuelo cuando don Basilio se levantó, rodeó el escritorio y me colocó una manaza del tamaño y peso de un yunque sobre el hombro. Sólo entonces, al verle de cerca, me di cuenta de que le sonreían los ojos.
–Si la historia es decente le pagaré diez pesetas. Y si es más que decente y gusta a nuestros lectores, le publicaré más.
–¿Alguna indicación específica, don Basilio? –pregunté.
–Sí: no me defraude.
Las siguientes seis horas las pasé en trance. Me instalé en la mesa que había en el centro de la redacción, reservada a Vidal para los días en que se le antojaba venir a pasar un rato. La sala estaba desierta y sumergida en una tiniebla tejida con el humo de diez mil cigarros. Cerré los ojos un instante y conjuré una imagen, un manto de nubes negras derramándose sobre la ciudad en la lluvia, un hombre que caminaba buscando las sombras con sangre en las manos y un secreto en la mirada. No sabía quién era ni de qué huía, pero durante las seis siguientes horas iba a convertirse en mi mejor amigo. Deslicé una cuartilla en el tambor y, sin tregua, procedí a exprimir cuanto llevaba dentro. Peleé cada palabra, cada frase, cada giro, cada imagen y cada letra como si fuesen las últimas que fuera a escribir. Escribí y reescribí cada línea como si mi vida dependiese de ello, y entonces la reescribí de nuevo. Por toda compañía tuve el eco del tecleo incesante perdiéndose en la sala en sombras y el gran reloj de pared agotando los minutos que restaban hasta el amanecer. Poco antes de las seis de la mañana arranqué la última cuartilla de la máquina y suspiré derrotado y con la sensación de tener un avispero por cerebro. Escuché los pasos lentos y pesados de don Basilio, que había emergido de una de sus siestas controladas y se aproximaba con parsimonia. Cogí las páginas y se las entregué, sin atreverme a sostener su mirada. Don Basilio tomó asiento en la mesa contigua y prendió la lamparilla. Sus ojos patinaron arriba y abajo sobre el texto, sin traicionar expresión alguna. Entonces dejó por un instante el cigarro sobre el extremo de la mesa y, mirándome, leyó en voz alta la primera línea.
–«Cae la noche sobre la ciudad y las calles llevan el olor a pólvora como el aliento de una maldición.»
Don Basilio me miró de reojo y me escudé en una sonrisa que no dejó un solo diente a cubierto. Sin decir más, se levantó y partió con mi relato en las manos. Le vi alejarse hacia su despacho y cerrar la puerta a su espalda. Me quedé allí petrificado, sin saber si echar a correr o esperar el veredicto de muerte. Diez minutos más tarde, que me supieron a diez años, la puerta del despacho del subdirector se abrió y la voz atronadora de don Basilio se dejó oír en toda la redacción.
–Martín. Haga el favor de venir.
Me arrastré tan lentamente como pude, encogiendo varios centímetros a cada paso que daba hasta que no tuve más remedio que asomar la cara y levantar la mirada. Don Basilio, el temible lápiz rojo en mano, me miraba fríamente. Quise tragar saliva, pero tenía la boca seca. Don Basilio tomó las cuartillas y me las devolvió. Las tomé y me di la vuelta rumbo a la puerta tan rápido como pude, diciéndome que siempre habría sitio para un limpiabotas más en el lobby del hotel Colón.
–Baje eso al taller y que lo entren en plancha –dijo la voz a mis espaldas.
Me volví, creyendo que era objeto de una broma cruel. Don Basilio abrió el cajón de su escritorio, contó diez pesetas y las colocó sobre la mesa.
–Eso es suyo. Le sugiero que con ello se compre otro modelito, que hace cuatro años que le veo con el mismo y aún le viene unas seis tallas grande. Si quiere, vaya a ver al señor Pantaleoni a su sastrería de la calle Escudellers y dígale que va de mi parte. Le tratará bien.
–Muchas gracias, don Basilio. Así lo haré.
–Y vaya preparándome otro cuento de éstos. Para éste le doy una semana. Pero no se me duerma. Y a ver si en éste hay menos muertos, que al lector de hoy le va el final meloso en el que triunfa la grandeza del espíritu humano y todas esas bobadas.
–Sí, don Basilio.
El subdirector asintió y me tendió la mano. La estreché.
–Buen trabajo, Martín. El lunes le quiero ver en la mesa que era de Junceda, que ahora es suya. Le pongo en sucesos.
–No le fallaré, don Basilio.
–No, no me fallará. Me dejará tirado, tarde o temprano.
Y hará bien, porque usted no es periodista ni lo será nunca. Pero tampoco es todavía un escritor de novelas policíacas, aunque lo crea. Quédese por aquí una temporada y le enseñaremos un par de cosas que nunca están de más. En aquel momento, con la guardia baja, me invadió tal sentimiento de gratitud que tuve el deseo de abrazar a aquel hombretón. Don Basilio, la máscara feroz de nuevo en su sitio, me clavó una mirada acerada y señaló la puerta.
–Sin escenitas, por favor. Cierre al salir. Por fuera. Y feliz Navidad.
–Feliz Navidad.
El lunes siguiente, cuando llegué a la redacción dispuesto a ocupar por primera vez mi propio escritorio, encontré un sobre de papel de estraza con un lazo y mi nombre en la tipografía que había pasado años mecanografiando. Lo abrí. En el interior encontré la contraportada del domingo con mi historia enmarcada y con una nota que decía:
«Esto sólo es el principio. En diez años yo seré el aprendiz y tú el maestro. Tu amigo y colega, Pedro Vidal.»
La noche en que iba a cambiar el rumbo de mi vida, el subdirector del periódico, don Basilio Moragas, tuvo a bien convocarme poco antes del cierre en el oscuro cubículo enclavado al fondo de la redacción que hacía las veces de despacho y de fumadero de habanos. Don Basilio era un hombre de aspecto feroz y bigotes frondosos que no se andaba con ñoñerías y suscribía la teoría de que un uso liberal de adverbios y la adjetivación excesiva eran cosa de pervertidos y gentes con deficiencias vitamínicas. Si descubría a un redactor proclive a la prosa florida lo enviaba tres semanas a componer esquelas funerarias. Si, tras la purga, el individuo reincidía, don Basilio lo apuntaba a la sección de labores del hogar a perpetuidad. Todos le teníamos pavor, y él lo sabía.
–Don Basilio, ¿me ha hecho usted llamar? –ofrecí tímidamente.
El subdirector me miró de reojo. Me adentré en el despacho que olía a sudor y a tabaco, por este orden. Don Basilio ignoró mi presencia y siguió repasando uno de los artículos que tenía sobre el escritorio, lápiz rojo en mano. Durante un par de minutos, el subdirector ametralló a correcciones, cuando no amputaciones, el texto, mascullando exabruptos como si yo no estuviese allí. Sin saber qué hacer, advertí que había una silla apostada contra la pared e hice ademán de tomar asiento.
–¿Quién le ha dicho que se siente? –murmuró don Basilio sin levantar la vista del texto.
Me incorporé a toda prisa y contuve la respiración. El subdirector suspiró, dejó caer su lápiz rojo y se reclinó en su butaca para examinarme como si fuese un trasto inservible.
–Me han dicho que usted escribe, Martín.
Tragué saliva, y cuando abrí la boca emergió un ridículo hilo de voz.
–Un poco, bueno, no sé, quiero decir que, bueno, sí, escribo…
–Confío en que lo haga mejor de lo que habla. ¿Y qué escribe usted?, si no es mucho preguntar.
–Historias policíacas. Me refiero a…
–Ya pillo la idea.
La mirada que me dedicó don Basilio fue impagable. Si le hubiese dicho que me dedicaba a hacer figurillas de pesebre con estiércol fresco le hubiera arrancado el triple de entusiasmo. Suspiró de nuevo y se encogió de hombros.
–Vidal dice que no es usted del todo malo. Que destaca. Claro que, con la competencia que hay por estos lares, tampoco hace falta correr mucho. Pero si Vidal lo dice. Pedro Vidal era la pluma estrella en La Voz de la Industria. Escribía una columna semanal de sucesos que constituía la única pieza que merecía leerse en todo el periódico, y era el autor de una docena de novelas de intriga sobre gánsters del Raval en contubernio de alcoba con damas de la alta sociedad que habían alcanzado una modesta popularidad. Enfundado siempre en impecables trajes de seda y relucientes mocasines italianos, Vidal tenía las trazas y el gesto de un galán de sesión de tarde, con su cabello rubio siempre bien peinado, su bigote a lápiz y la sonrisa fácil y generosa de quien se siente a gusto en su piel y en el mundo. Procedía de una dinastía de indianos que habían hecho fortuna en las Américas con el negocio del azúcar y que, a su regreso, habían hincado el diente en la suculenta tajada de la electrificación de la ciudad. Su padre, el patriarca del clan, era uno de los accionistas mayoritarios del periódico, y don Pedro utilizaba la redacción como patio de juego para matar el tedio de no haber trabajado por necesidad un solo día en toda su vida. Poco importaba que el diario perdiese dinero de la misma manera que los nuevos automóviles que empezaban a corretear por las calles de Barcelona perdían aceite: con abundancia de títulos nobiliarios, la dinastía de los Vidal se dedicaba ahora a coleccionar en el Ensanche bancos y solares del tamaño de pequeños principados. Pedro Vidal fue el primero a quien mostré los esbozos que escribía cuando apenas era un crío y trabajaba llevando cafés y cigarrillos por la redacción. Siempre tuvo tiempo para mí, para leer mis escritos y darme buenos consejos. Con el tiempo me convirtió en su ayudante y me permitió mecanografiar sus textos. Fue él quien me dijo que si deseaba apostarme el destino en la ruleta rusa de la literatura, estaba dispuesto a ayudarme y a guiar mis primeros pasos. Fiel a su palabra, me lanzaba ahora a las garras de don Basilio, el cancerbero del periódico.
–Vidal es un sentimental que todavía cree en esas leyendas profundamente antiespañolas como la meritocracia o el dar oportunidades al que las merece y no al enchufado de turno. Forrado como está, ya puede permitirse ir de lírico por el mundo. Si yo tuviese una centésima parte de los duros que le sobran a él, me hubiese dedicado a escribir sonetos, y los pajaritos vendrían a comer de mi mano embelesados por mi bondad y buen duende.
–El señor Vidal es un gran hombre –protesté yo.
–Es más que eso. Es un santo porque, pese a la pinta de muerto de hambre que tiene usted, lleva semanas mareándome con lo talentoso y trabajador que es el benjamín de la redacción. Él sabe que en el fondo soy un blando, y además me ha asegurado que si le doy a usted esa oportunidad, me regalará una caja de habanos. Y si Vidal lo dice, para mí es como si Moisés bajase del monte con el pedrusco en la mano y la verdad revelada por montera. Así que, concluyendo, porque es Navidad, y para que su amigo se calle de una puñetera vez, le ofrezco debutar como los héroes: contra viento y marea.
–Muchísimas gracias, don Basilio. Le aseguro que no se arrepentirá de...
–No se embale, pollo. A ver, ¿qué piensa usted del uso generoso e indiscriminado de adverbios y adjetivos?
–Que es una vergüenza y debería estar tipificado en el código penal –respondí con la convicción del converso militante.
Don Basilio asintió con aprobación.
–Va usted bien, Martín. Tiene las prioridades claras. Los que sobreviven en este oficio son los que tienen prioridades y no principios. Éste es el plan. Siéntese y empápese porque no se lo voy a repetir dos veces. El plan era el siguiente. Por motivos en los que don Basilio estimó oportuno no profundizar, la contraportada de la edición dominical, que tradicionalmente se reservaba a un relato literario o de viajes, se había caído a última hora. El contenido previsto era una narración de vena patriótica y encendido lirismo en torno a las gestas de los almogávares en las que éstos, canción va, canción viene, salvaban la cristiandad y todo lo que era decente bajo el cielo, empezando por Tierra Santa y acabando por el delta del Llobregat. Lamentablemente, el texto no había llegado a tiempo o, sospechaba yo, a don Basilio no le daba la real gana de publicarlo. Ello nos dejaba a seis horas del cierre, y sin ningún otro candidato para sustituir el relato que un anuncio a página publicitando unas fajas hechas de huesos de ballena que prometían caderas de ensueño e inmunidad a los canelones. Ante el dilema, el consejo de dirección había dictaminado que había que sacar pecho y recabar los talentos literarios que latían por doquier en la redacción, a fin de subsanar el tapado y salir a cuatro columnas con una pieza de interés humanístico para solaz de nuestra leal audiencia familiar. La lista de probados talentos a los que recurrir se componía de diez nombres, ninguno de los cuales, por supuesto, era el mío.
–Amigo Martín, las circunstancias han conspirado para que ni uno solo de los paladines que tenemos en nómina figure de cuerpo presente o resulte localizable en un margen de tiempo prudencial. Frente al desastre inminente, he decidido darle a usted la alternativa.
–Cuente conmigo.
–Cuento con cinco folios a doble espacio antes de seis horas, don Edgar Allan Poe. Tráigame una historia, no un discurso. Si quiero sermones, iré a la misa del gallo.
Tráigame una historia que no haya leído antes y, si ya la he leído, tráigamela tan bien escrita y contada que no me dé ni cuenta. Me disponía a salir al vuelo cuando don Basilio se levantó, rodeó el escritorio y me colocó una manaza del tamaño y peso de un yunque sobre el hombro. Sólo entonces, al verle de cerca, me di cuenta de que le sonreían los ojos.
–Si la historia es decente le pagaré diez pesetas. Y si es más que decente y gusta a nuestros lectores, le publicaré más.
–¿Alguna indicación específica, don Basilio? –pregunté.
–Sí: no me defraude.
Las siguientes seis horas las pasé en trance. Me instalé en la mesa que había en el centro de la redacción, reservada a Vidal para los días en que se le antojaba venir a pasar un rato. La sala estaba desierta y sumergida en una tiniebla tejida con el humo de diez mil cigarros. Cerré los ojos un instante y conjuré una imagen, un manto de nubes negras derramándose sobre la ciudad en la lluvia, un hombre que caminaba buscando las sombras con sangre en las manos y un secreto en la mirada. No sabía quién era ni de qué huía, pero durante las seis siguientes horas iba a convertirse en mi mejor amigo. Deslicé una cuartilla en el tambor y, sin tregua, procedí a exprimir cuanto llevaba dentro. Peleé cada palabra, cada frase, cada giro, cada imagen y cada letra como si fuesen las últimas que fuera a escribir. Escribí y reescribí cada línea como si mi vida dependiese de ello, y entonces la reescribí de nuevo. Por toda compañía tuve el eco del tecleo incesante perdiéndose en la sala en sombras y el gran reloj de pared agotando los minutos que restaban hasta el amanecer. Poco antes de las seis de la mañana arranqué la última cuartilla de la máquina y suspiré derrotado y con la sensación de tener un avispero por cerebro. Escuché los pasos lentos y pesados de don Basilio, que había emergido de una de sus siestas controladas y se aproximaba con parsimonia. Cogí las páginas y se las entregué, sin atreverme a sostener su mirada. Don Basilio tomó asiento en la mesa contigua y prendió la lamparilla. Sus ojos patinaron arriba y abajo sobre el texto, sin traicionar expresión alguna. Entonces dejó por un instante el cigarro sobre el extremo de la mesa y, mirándome, leyó en voz alta la primera línea.
–«Cae la noche sobre la ciudad y las calles llevan el olor a pólvora como el aliento de una maldición.»
Don Basilio me miró de reojo y me escudé en una sonrisa que no dejó un solo diente a cubierto. Sin decir más, se levantó y partió con mi relato en las manos. Le vi alejarse hacia su despacho y cerrar la puerta a su espalda. Me quedé allí petrificado, sin saber si echar a correr o esperar el veredicto de muerte. Diez minutos más tarde, que me supieron a diez años, la puerta del despacho del subdirector se abrió y la voz atronadora de don Basilio se dejó oír en toda la redacción.
–Martín. Haga el favor de venir.
Me arrastré tan lentamente como pude, encogiendo varios centímetros a cada paso que daba hasta que no tuve más remedio que asomar la cara y levantar la mirada. Don Basilio, el temible lápiz rojo en mano, me miraba fríamente. Quise tragar saliva, pero tenía la boca seca. Don Basilio tomó las cuartillas y me las devolvió. Las tomé y me di la vuelta rumbo a la puerta tan rápido como pude, diciéndome que siempre habría sitio para un limpiabotas más en el lobby del hotel Colón.
–Baje eso al taller y que lo entren en plancha –dijo la voz a mis espaldas.
Me volví, creyendo que era objeto de una broma cruel. Don Basilio abrió el cajón de su escritorio, contó diez pesetas y las colocó sobre la mesa.
–Eso es suyo. Le sugiero que con ello se compre otro modelito, que hace cuatro años que le veo con el mismo y aún le viene unas seis tallas grande. Si quiere, vaya a ver al señor Pantaleoni a su sastrería de la calle Escudellers y dígale que va de mi parte. Le tratará bien.
–Muchas gracias, don Basilio. Así lo haré.
–Y vaya preparándome otro cuento de éstos. Para éste le doy una semana. Pero no se me duerma. Y a ver si en éste hay menos muertos, que al lector de hoy le va el final meloso en el que triunfa la grandeza del espíritu humano y todas esas bobadas.
–Sí, don Basilio.
El subdirector asintió y me tendió la mano. La estreché.
–Buen trabajo, Martín. El lunes le quiero ver en la mesa que era de Junceda, que ahora es suya. Le pongo en sucesos.
–No le fallaré, don Basilio.
–No, no me fallará. Me dejará tirado, tarde o temprano.
Y hará bien, porque usted no es periodista ni lo será nunca. Pero tampoco es todavía un escritor de novelas policíacas, aunque lo crea. Quédese por aquí una temporada y le enseñaremos un par de cosas que nunca están de más. En aquel momento, con la guardia baja, me invadió tal sentimiento de gratitud que tuve el deseo de abrazar a aquel hombretón. Don Basilio, la máscara feroz de nuevo en su sitio, me clavó una mirada acerada y señaló la puerta.
–Sin escenitas, por favor. Cierre al salir. Por fuera. Y feliz Navidad.
–Feliz Navidad.
El lunes siguiente, cuando llegué a la redacción dispuesto a ocupar por primera vez mi propio escritorio, encontré un sobre de papel de estraza con un lazo y mi nombre en la tipografía que había pasado años mecanografiando. Lo abrí. En el interior encontré la contraportada del domingo con mi historia enmarcada y con una nota que decía:
«Esto sólo es el principio. En diez años yo seré el aprendiz y tú el maestro. Tu amigo y colega, Pedro Vidal.»
Recenzii
Fans of Zafón’s The Shadow of the Wind and new readers alike will be delighted with this gothic semiprequel. In 1920s Barcelona, David Martin is born into poverty, but, aided by patron and friend Pedro Vidal, he rises to become a crime reporter and then a beloved pulp novelist. David’s creative pace is frenetic; holed up in his dream house—a decrepit mansion with a sinister history—he produces two great novels, one for Vidal to claim as his own, and one for himself. But Vidal’s book is celebrated while David’s is buried, and when Vidal marries David’s great love, David accepts a commission to write a story that leads him into danger. As he explores the past and his mysterious publisher, David becomes a suspect in a string of murders, and his race to uncover the truth is a delicious puzzle: is he beset by demons or a demon himself? Zafón’s novel is detailed and vivid, and David’s narration is charming and funny, but suspect. Villain or victim, he is the hero of and the guide to this dark labyrinth that, by masterful design, remains thrilling and bewildering. (June) -- Publishers Weekly, starred Review
Another delicious supernatural mystery from bestselling Catalan author Zafón (The Shadow of the Wind, 2005).Mix Edgar Allan Poe with Jorge Luis Borges, intellectual mysterian Arturo Pérez-Reverte, and maybe add a dash of Stephen King, and you have some of the makings of Zafón’s sensibility. Fans of his earlier book will be pleased to find themselves on patches of familiar ground, including a revisit to that wonderful conceit, the Cemetery of Forgotten Books. Indeed, this is a prequel–but only of a kind: Familiar figures turn up at points, only to seem less than familiar as the narrative twists and turns. The none-too-heroic hero, David Martín, is an aspiring journalist who bucks hackwork to turn in a crowd-pleasing series for a tough boss. This leads him into an onerous contract with the usual crooked publishers and, indirectly, into a rivalry with his former mentor–all of which, naturally, entails love triangles and smoldering egos. The picture is complicated by the arrival of another curious publisher, Andreas Corelli, who offers David piles of pesetas to write, well, a book of a different sort, involving research that yields piles of corpses and occasions ample cliffhangers. Zafón has a fine talent for inserting unexpected hitches into a story line already resistant to graphing, whose outcome is definitely not seen from afar. The plot resolves in a rush, for the author finds himself with many a loose end to tie up, but once it sinks in, the result is more than satisfying. Zafón delivers a warning about the dangers of obsession, mixed with an obvious passion for literature and the printed word; his book is also a song of love for Barcelona with all its creaking floorboards and hidden subbasements.A nice fit with the current craze for learned mysteries and for spooks of both the spying and the spectral kind. -- Kirkus Reviews
Praise for The Shadow of the Wind
“One gorgeous read”—Stephen King
“Diabolically good”—Elle magazine
“Superbly entertaining”—Washington Post
“Breathtaking”—New York Times
“Wondrous”—Entertainment Weekly
“Magic”—New York Times Book Review
“Absolutely marvelous”—Kirkus
“Infectious”—The Economist
“Outstanding”—Library Journal
“Lavish”—Booklist
“Gripping”—Philadelphia Inquirer
From the Hardcover edition.
Another delicious supernatural mystery from bestselling Catalan author Zafón (The Shadow of the Wind, 2005).Mix Edgar Allan Poe with Jorge Luis Borges, intellectual mysterian Arturo Pérez-Reverte, and maybe add a dash of Stephen King, and you have some of the makings of Zafón’s sensibility. Fans of his earlier book will be pleased to find themselves on patches of familiar ground, including a revisit to that wonderful conceit, the Cemetery of Forgotten Books. Indeed, this is a prequel–but only of a kind: Familiar figures turn up at points, only to seem less than familiar as the narrative twists and turns. The none-too-heroic hero, David Martín, is an aspiring journalist who bucks hackwork to turn in a crowd-pleasing series for a tough boss. This leads him into an onerous contract with the usual crooked publishers and, indirectly, into a rivalry with his former mentor–all of which, naturally, entails love triangles and smoldering egos. The picture is complicated by the arrival of another curious publisher, Andreas Corelli, who offers David piles of pesetas to write, well, a book of a different sort, involving research that yields piles of corpses and occasions ample cliffhangers. Zafón has a fine talent for inserting unexpected hitches into a story line already resistant to graphing, whose outcome is definitely not seen from afar. The plot resolves in a rush, for the author finds himself with many a loose end to tie up, but once it sinks in, the result is more than satisfying. Zafón delivers a warning about the dangers of obsession, mixed with an obvious passion for literature and the printed word; his book is also a song of love for Barcelona with all its creaking floorboards and hidden subbasements.A nice fit with the current craze for learned mysteries and for spooks of both the spying and the spectral kind. -- Kirkus Reviews
Praise for The Shadow of the Wind
“One gorgeous read”—Stephen King
“Diabolically good”—Elle magazine
“Superbly entertaining”—Washington Post
“Breathtaking”—New York Times
“Wondrous”—Entertainment Weekly
“Magic”—New York Times Book Review
“Absolutely marvelous”—Kirkus
“Infectious”—The Economist
“Outstanding”—Library Journal
“Lavish”—Booklist
“Gripping”—Philadelphia Inquirer
From the Hardcover edition.