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La Isla Bajo el Mar

Autor Isabel Allende
es Limba Spaniolă Paperback – 31 iul 2010
Para ser una esclava en el Saint-Domingue de finales del siglo XVIII, Zarité había tenido buena estrella: a los nueve años fue vendida a Toulouse Valmorain, un rico terrateniente, pero no conoció ni el agotamiento de las plantaciones de caña ni la asfixia y el sufrimiento de los trapiches, porque siempre fue una esclava doméstica. Su bondad natural, fortaleza de espíritu y honradez le permitieron compartir los secretos y la espiritualidad que ayudaban a sobrevivir a los suyos, los esclavos, y conocer las miserias de los amos, los blancos. Zarité se convirtió en el centro de un microcosmos que era un reflejo del mundo de la colonia: el amo Valmorain, su frágil esposa española y su sensible hijo Maurice, el sabio Parmentier, el militar Relais y la cortesana mulata Violette, Tante Rose, la curandera, Gambo, el apuesto esclavo rebelde… y otros personajes de una cruel conflagración que acabaría arrasando su tierra y lanzándolos lejos de ella. Al ser llevada por su amo a Nueva Orleans, Zarité inició una nueva etapa en la que alcanzaría su mayor aspiración: la libertad. Más allá del dolor y del amor, de la sumisión y la independencia, de sus deseos y los que le habían impuesto a lo largo de su vida, Zarité podía contemplarla con serenidad y concluir que había tenido buena estrella.


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Specificații

ISBN-13: 9780307476050
ISBN-10: 0307476057
Pagini: 510
Dimensiuni: 135 x 203 x 23 mm
Greutate: 0.38 kg
Editura: Vintage Books USA

Notă biografică

Isabel Allende nació en 1942 en Perú, donde su padre era diplomático chileno. Vivió en Chile entre 1945 y 1975, con largas temporadas de residencia en otros lugares, en Venezuela hasta 1988 y, a partir de entonces, en California. Inició su carrera literaria en el periodismo, en Chile y en Venezuela. En 1982 su primera novela, La casa de los espíritus, se convirtió en uno de los títulos míticos de la literatura latinoamericana. A ella le siguieron otros muchos, todos los cuales han sido éxitos internacionales. Su obra ha sido traducida a treinta y cinco idiomas.


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Extras

PRIMERA PARTE
Saint-Domingue, 1770-1793


El mal español


Toulouse Valmorain llegó a Saint-Domingue en 1770, el mismo año que el delfín de Francia se casó con la archiduquesa austríaca María Antonieta. Antes de viajar a la colonia, cuando todavía no sospechaba que su destino le iba a jugar una broma y acabaría enterrado entre cañaverales en las Antillas, había sido invitado a Versalles a una de las fiestas en honor de la nueva delfina, una chiquilla rubia de catorce años, que bostezaba sin disimulo en medio del rígido protocolo de la corte francesa.

Todo eso quedó en el pasado. Saint-Domingue era otro mundo. El joven Valmorain tenía una idea bastante vaga del lugar donde su padre amasaba mal que bien el pan de la familia con la ambición de convertirlo en una fortuna. Había leído en alguna parte que los habitantes originales de la isla, los arahuacos, la llamaban Haití, antes de que los conquistadores le cambiaran el nombre por La Española y acabaran con los nativos. En menos de cincuenta años no quedó un solo arahuaco vivo ni de muestra: todos perecieron, víctimas de la esclavitud, las enfermedades europeas y el suicidio. Eran una raza de piel rojiza, pelo grueso y negro, de inalterable dignidad, tan tímidos que un solo español podía vencer a diez de ellos a mano desnuda. Vivían en comunidades polígamas, cultivando la tierra con cuidado para no agotarla: camote, maíz, calabaza, maní, pimientos, patatas y mandioca. La tierra, como el cielo y el agua, no tenía dueño hasta que los extranjeros se apoderaron de ella para cultivar plantas nunca vistas con el trabajo forzado de los arahuacos. En ese tiempo comenzó la costumbre de «aperrear»: matar a personas indefensas azuzando perros contra ellas. Cuando terminaron con los indígenas, importaron esclavos secuestrados en África y blancos de Europa, convictos, huérfanos, prostitutas y revoltosos.

A fines de los mil seiscientos España cedió la parte occidental de la isla a Francia, que la llamó Saint-Domingue y que habría de convertirse en la colonia más rica del mundo. Para la época en que Toulouse Valmorain llegó allí, un tercio de las exportaciones de Francia, a través del azúcar, café, tabaco, algodón, índigo y cacao, provenía de la isla. Ya no había esclavos blancos, pero los negros sumaban cientos de miles. El cultivo más exigente era la caña de azúcar, el oro dulce de la colonia; cortar la caña, triturarla y reducirla a jarabe, no era labor de gente, sino de bestia, como sostenían los plantadores.

Valmorain acababa de cumplir veinte años cuando fue convocado a la colonia por una carta apremiante del agente comercial de su padre. Al desembarcar iba vestido a la última moda: puños de encaje, peluca empolvada y zapatos de tacones altos, seguro de que los libros de exploración que había leído lo capacitaban de sobra para asesorar a su padre durante unas semanas. Viajaba con un valet, casi tan gallardo como él, varios baúles con su vestuario y sus libros. Se definía como hombre de letras y a su regreso a Francia pensaba dedicarse a la ciencia. Admiraba a los filósofos y enciclopedistas, que tanto impacto habían tenido en Europa en las décadas recientes y coincidía con algunas de sus ideas liberales: El contrato social de Rousseau había sido su texto de cabecera a los dieciocho años. Apenas desembarcó, después de una travesía que por poco termina en tragedia al enfrentarse a un huracán en el Caribe, se llevó la primera sorpresa desagradable: su progenitor no lo esperaba en el puerto. Lo recibió el agente, un judío amable, vestido de negro de la cabeza a los pies, quien lo puso al día sobre las precauciones necesarias para movilizarse en la isla, le facilitó caballos, un par de mulas para el equipaje, un guía y un miliciano para que los acompañaran a la habitation Saint-Lazare. El joven jamás había puesto los pies fuera de Francia y había prestado muy poca atención a las anécdotas —banales, por lo demás— que solía contar su padre en sus infrecuentes visitas a la familia en París. No imaginó que alguna vez iría a la plantación; el acuerdo tácito era que su padre consolidaría la fortuna en la isla, mientras él cuidaba a su madre y sus hermanas y supervisaba los negocios en Francia. La carta que había recibido aludía a problemas de salud y supuso que se trataba de una fiebre transitoria, pero al llegar a Saint-Lazare, después de un día de marcha a mata caballo por una naturaleza glotona y hostil, se dio cuenta de que su padre se estaba muriendo. No sufría de malaria, como él creía, sino de sífilis, que devastaba a blancos, negros y mulatos por igual. La enfermedad había alcanzado su última etapa y su padre estaba casi inválido, cubierto de pústulas, con los dientes flojos y la mente entre brumas. Las curaciones dantescas de sangrías, mercurio y cauterizaciones del pene con alambres al rojo no lo habían aliviado, pero seguía practicándolas como acto de contrición. Acababa de cumplir cincuenta años y estaba convertido en un anciano que daba órdenes disparatadas, se orinaba sin control y estaba siempre en una hamaca con sus mascotas, un par de negritas que apenas habían alcanzado la pubertad.

Mientras los esclavos desempacaban su equipaje bajo las órdenes del valet, un currutaco que apenas había soportado la travesía en barco y estaba espantado ante las condiciones primitivas del lugar, Toulouse Valmorain salió a recorrer la vasta propiedad. Nada sabía del cultivo de caña, pero le bastó aquel paseo para comprender que los esclavos estaban famélicos y la plantación sólo se había salvado de la ruina porque el mundo consumía azúcar con creciente voracidad. En los libros de contabilidad encontró la explicación de las malas finanzas de su padre, que no podía mantener a la familia en París con el decoro que correspondía a su posición. La producción era un desastre y los esclavos caían como chinches; no le cupo duda de que los capataces robaban aprovechándose del estremecedor deterioro del amo. Maldijo su suerte y se dispuso a arremangarse y trabajar, algo que ningún joven de su medio se planteaba: el trabajo era para otra clase de gente. Empezó por conseguir un suculento préstamo gracias al apoyo y las conexiones con banqueros del agente comercial de su padre, luego mandó a los commandeurs a los cañaverales, a trabajar codo a codo con los mismos a quienes habían martirizado antes y los reemplazó por otros menos depravados, redujo los castigos y contrató a un veterinario, que pasó dos meses en Saint-Lazare tratando de devolver algo de salud a los negros. El veterinario no pudo salvar a su valet, al que despachó una diarrea fulminante en menos de treinta y ocho horas. Valmorain se dio cuenta de que los esclavos de su padre duraban un promedio de dieciocho meses antes de escaparse o caer muertos de fatiga, mucho menos que en otras plantaciones. Las mujeres vivían más que los hombres, pero rendían menos en la labor agobiante de los cañaverales y tenían la mala costumbre de quedar preñadas. Como muy pocos críos sobrevivían, los plantadores habían calculado que la fertilidad entre los negros era tan baja, que no resultaba rentable. El joven Valmorain realizó los cambios necesarios de forma automática, sin planes y deprisa, decidido a irse muy pronto, pero cuando su padre murió, unos meses más tarde, debió enfrentarse al hecho ineludible de que estaba atrapado. No pretendía dejar sus huesos en esa colonia infestada de mosquitos, pero si se marchaba antes de tiempo perdería la plantación y con ella los ingresos y posición social de su familia en Francia.

Valmorain no intentó relacionarse con otros colonos. Los grands blancs, propietarios de otras plantaciones,lo consideraban un presumido que no duraría mucho en la isla; por lo mismo se asombraron al verlo con las botas embarradas y quemado por el sol. La antipatía era mutua. Para Valmorain, esos franceses trasplantados a las Antillas eran unos palurdos, lo opuesto de la sociedad que él había frecuentado, donde se exaltaban las ideas, la ciencia y las artes y nadie hablaba de dinero ni de esclavos. De la «edad de la razón» en París, pasó a hundirse en un mundo primitivo y violento en que los vivos y los muertos andaban de la mano. Tampoco hizo amistad con los petits blancs, cuyo único capital era el color de la piel, unos pobres diablos emponzoñados por la envidia y la maledicencia, como él decía. Provenían de los cuatro puntos cardinales y no había manera de averiguar su pureza de sangre o su pasado. En el mejor de los casos eran mercaderes, artesanos, frailes de poca virtud, marineros, militares y funcionarios menores, pero también había maleantes, chulos, criminales y bucaneros que utilizaban cada recoveco del Caribe para sus canalladas. Nada tenía él en común con esa gente.

Entre los mulatos libres o affranchis existían más de sesenta clasificaciones según el porcentaje de sangre blanca, que determinaba su nivel social. Valmorain nunca logró distinguir los tonos ni aprender la denominación de cada combinación de las dos razas. Los affranchis carecían de poder político, pero manejaban mucho dinero; por eso los blancospobres los odiaban. Algunos se ganaban la vida con tráficos ilícitos, desde contrabando hasta prostitución, pero otros habían sido educados en Francia y poseían fortuna, tierras y esclavos. Porencima de las sutilezas del color, los mulatos estaban unidos por su aspiración común a pasar por blancos y su desprecio visceral por los negros. Los esclavos, cuyo número era diez veces mayor que el de los blancos y affranchis juntos, no contaban para nada, ni en el censo de la población ni en la conciencia de los colonos.

Ya que no le convenía aislarse por completo, Toulouse Valmorain frecuentaba de vez en cuando a algunas familias de grands blancs en Le Cap, la ciudad más cercana a su plantación. En esos viajes compraba lo necesario para abastecerse y, si no podía evitarlo, pasaba por la Asamblea Colonial a saludar a sus pares, así no olvidarían su apellido, pero no participaba en las sesiones. También aprovechaba para ver comedias en el teatro, asistir a fiestas de las cocottes—las exuberantes cortesanas francesas, españolas y de razas mezcladas que dominaban la vida nocturna— y codearse con exploradores y científicos que se detenían en la isla, de paso hacia otros sitios más interesantes. Saint-Domingue no atraía visitantes, pero a veces llegaban algunos a estudiar la naturaleza o la economía de las Antillas, a quienes Valmorain invitaba a Saint-Lazare con la intención de recuperar, aunque fuese brevemente, el placer de la conversación elevada que había aderezado sus años de París. Tres años después de la muerte de su padre podía mostrarles la propiedad con orgullo; había transformado aquel estropicio de negros enfermos y cañaverales secos en una de las plantaciones más prósperas entre las ochocientas de la isla, había multiplicado por cinco el volumen de azúcar sin refinar para exportación e instalado una destilería donde producía selectas barricas de un ron mucho más fino que el que solía beberse. Sus visitantes pasaban una o dos semanas en la rústica casona de madera, empapándose de la vida de campo y apreciando de cerca la mágica invención del azúcar. Se paseaban a caballo entre los densos pastos que silbaban amenazantes por la brisa, protegidos del sol por grandes sombreros de pajilla y boqueando en la humedad hirviente del Caribe, mientras los esclavos, como afiladas sombras, cortaban las plantas a ras de tierra sin matar la raíz, para que hubiera otras cosechas. De lejos, parecían insectos entre los abigarrados cañaverales que los doblaban en altura. La labor de limpiar las duras cañas, picarlas en las máquinas dentadas, estrujarlas en las prensas y hervir el jugo en profundos calderos de cobre para obtener un jarabe oscuro, resultaba fascinante para esa gente de ciudad que sólo había visto los albos cristales que endulzaban el café. Esos visitantes ponían al día a Valmorain sobre los sucesos de Europa, cada vez más remota para él, los nuevos adelantos tecnológicos y científicos y las ideas filosóficas de moda. Le abrían un portillo para que atisbara el mundo y le dejaban de regalo algunos libros. Valmorain disfrutaba con sus huéspedes, pero más disfrutaba cuando se iban; no le gustaba tener testigos en su vida ni en su propiedad. Los extranjeros observaban la esclavitud con una mezcla de repugnancia y morbosa curiosidad que le resultaba ofensiva porque se consideraba un amo justo: si supieran cómo trataban otros plantadores a sus negros, estarían de acuerdo con él. Sabía que más de uno volvería a la civilización
convertido en abolicionista y dispuesto a sabotear el consumo de azúcar. Antes de verse obligado a vivir en la isla también le habría chocado la esclavitud, de haber conocido los detalles, pero su padre nunca se refirió al tema. Ahora, con cientos de esclavos a su cargo, sus ideas al respecto habían cambiado.

Descriere

Allende's triumphant return to historical fiction tells the story of Zarit, anine-year-old mulato slave in 18th-century Santo Domingo.