Madre Angelica: La Extraordinaria Historia de una Monja, su Valor y una Cadena de Milagros
Autor Raymond Arroyoes Limba Spaniolă Paperback – 31 iul 2007
Raymond Arroyo combina su objetividad periodística y su habilidad para captar los detalles en los más de cinco años de entrevistas exclusivas con la Madre Angélica, para traernos esta increíble historia. En su narración, Arroyo sigue el tortuoso ascenso al éxito de la Madre y saca a la luz por primera vez la feroz oposición que ella enfrentó, tanto dentro como fuera de la Iglesia Católica. Esta es una inspiradora historia de supervivencia y una prueba de que la fe de una mujer puede mover mucho más que montañas.
Preț: 128.39 lei
Nou
Puncte Express: 193
Preț estimativ în valută:
24.57€ • 25.98$ • 20.50£
24.57€ • 25.98$ • 20.50£
Carte disponibilă
Livrare economică 07-21 decembrie
Preluare comenzi: 021 569.72.76
Specificații
ISBN-13: 9780385521161
ISBN-10: 0385521162
Pagini: 442
Dimensiuni: 156 x 204 x 26 mm
Greutate: 0.38 kg
Editura: IMAGE
ISBN-10: 0385521162
Pagini: 442
Dimensiuni: 156 x 204 x 26 mm
Greutate: 0.38 kg
Editura: IMAGE
Notă biografică
Raymond Arroyo es el director de noticias y presentador principal de EWTNews. Cada semana, llega a más de ciento diez millones de hogares como presentador del programa noticioso internacional The World Over Live. Arroyo ha trabajado en la Associated Press y en el New York Observer, y para el equipo de columnistas políticos de Evans y Novak. Sus escritos han aparecido en el Wall Street Journal, National Review, Financial Times y otras publicaciones. Se ha presentado en los programas Today, Good Morning America, Access Hollywood y en varios canales de cable, donde hace frecuentes comentarios sobre temas de cultura y fe. Vive en New Orleans con su esposa y sus tres hijos.
Extras
1
Una vida mísera
La Madre Angélica entró a este mundo ignorada y ciertamente sin ser deseada, al menos por su padre. Su nombre de nacimiento era Rita Antoinette Rizzo, y nació en el modesto pueblo de Canton, Ohio, el 20 de abril de 1923.
Con la excepción de haber sido el lugar donde nació el presidente William McKinley, Canton era un pueblecito industrial poco memorable a una hora más o menos de Cleveland. En su horizonte salpicado de chimeneas se perfilaban grandes columnas de un humo marrón, emblema de la productividad del pequeño pueblo. El acero era la espina dorsal de Canton: el componente básico del nuevo siglo y el atractivo principal para miles de inmigrantes. Cojinetes de bolas, tranvías, ladrillos, teléfonos y accesorios de cañerías se desbordaban de sus acerías y de sus cadenas de producción para impulsar la nación hacia su época de mayor grandeza.
Aparte de dicha industria, Canton era, y es hoy en día, un lugar agradable de pastos verdes y ondulantes lomas en el centro del país, un lugar donde se puede criar una familia sin el caos y la congestion de la vida urbana. Bueno, a no ser que vivieras en el sudeste del pueblo, donde Rita Rizzo había nacido.
En 1923, alguna gente consideraba el sudeste de Canton como la zona roja, o el barrio pobre. Para los negros y la multitud de inmigrantes italianos que trabajaban en las acerías de Canton, el sudeste era su residencia. Los italianos quedaban confinados a esa zona debido a una combinación de analfabetismo y de los tributos sin tregua que les exigían sus caprichosos compatriotas. Era un gueto controlado por la Mano Negra, una organización de criminals con raíces en Sicilia. Y aunque los gángsteres portaban revolvers de mango negro cuando llevaban a cabo sus negocios por el barrio, el nombre Mano Negra se originó en el viejo país. El gangsterismo floreció durante esa época. Un hilo de corrupción organizada se hilvanaba de Cleveland a Canton y a su vez a Steubenville. La calle Cherry era el centro de acción en Canton, una avenida donde los antros del crimen organizado y las prostitutas sin destino fijo se disputaban las mismas almas que la Iglesia Católica de San Antonio.
Los asesinatos entre gángsteres eran cosa común en el sudeste de Canton. Antiguos residentes del barrio aún hablan de gente que habían volado en pedazos en los portales, que caían bajo una lluvia de balas en cualquier esquina, o que eran arrojados en los ríos. Algunos vecinos del lugar, ya con más de ochenta años de edad, aún en la actualidad hablan de la Mano Negra en tono bajo y rehúsan a dar sus nombres por miedo a las represalias.
Este gueto étnico –donde las prostitutas daban golpecitos en la ventana del burdel para llamar la atención del putañero; donde los comerciantes vivían al cruzar de la calle de mujeres que eran asesinas; donde los sacerdotes de las parroquias intentaban guiar a los estafadores de poca monta a que llevaran una vida digna; donde lo profano y lo sagrado se mezclaban y donde todos luchaban por subsistir– ,ése fue el gueto donde nació Rita Rizzo en 1923.
Rita nació en la cómoda casa de sus abuelos paternos, Mary y Anthony Gianfrancesco, que vivían a una cuadra de la infame calle Cherry. La casa, en 1029 de la calle Liberty, tenía por un lado un descampado cubierto por una parra bien atendida. Al otro lado de la casa, como si dominara la esquina que formaban las calles Liberty y 11, se encontraba la taberna del abuelo Gianfrancesco, un abrevadero y restaurante de barrio donde los inmigrantes recién llegados y sus parientes estadounidenses se reunían a beber y a almorzar juntos.
El parto de Rita fue muy doloroso para su madre, Mae. Duró varias horas y tuvieron que darle quince puntos después de traer al mundo a aquella bebé de doce libras, algo que Mae Gianfrancesco Rizzo narraba incesantemente a su única hija.
–Mi abuela decía que tenía los cachetes rosados, mucho pelo y que estaba lista para salir a pasear –contaba la Madre Angélica en su vejez mientras reía socarronamente–. Decía que parecía tener seis meses de nacida.
John Rizzo, el padre de Rita, nunca quiso tener hijos. A los dos años de casados, cuando su esposa le informó que estaba embarazada, él «se puso hecho una furia y la agarró por el pelo violentamente». Mae Rizzo estaba segura de que este incidente y la angustia emocional que sufrió fueron la causa de que no produjera leche.
Al principio, cuando se conocieron, Mae pensó que John sería la pareja ideal. Era alto, delgado, tenía un porte digno, un comportamiento pausado y vestía impecablemente. Usaba polainas y un bastón. En el gueto, donde pululaban los jornaleros y los matones en común, John Rizzo parecía un sueño hecho realidad. Sastre de profesión, andaba de paseo por la calle 11 cuando el canto de Mae le atrajo hasta la puerta de la cocina de los Gianfrancesco.
Mae acostumbraba a cantar mientras lavaba los platos, al compass de las tantas óperas italianas que su padre escuchaba en el gramófono que tenía en la sala. Había escuchado música desde que nació; era parte de su vida, como lo eran la taberna de su padre o la estufa de hierro fundido que había en la cocina. Mae hubiera querido ser cantante, y ciertamente tenía la pinta necesaria. Era una mujer muy atractiva, de ojos oscuros, facciones delineadas y una austeridad intensa que atraía las miradas de los hombres del barrio. Fotos familiares muestran a una mujer joven que sabía que era atractiva y que sabía cómo vestirse para realzarse. Mae adornaba su bonita figura con sombreros grandes, vestidos vaporosos, guantes y sombrillas. Cautivó a John con su belleza.
Pero a pesar de todos sus encantos, Mae estaba convencida aun desde joven de que la vida le había jugado una mala pasada. Sacó en conclusión que sus problemas se originaron en el quinto grado, cuando un compañero suyo de clase la tomó de la mano durante un simulacro de incendio. Ya sea porque Mae quiso resistir sus insinuaciones o porque estaba de mal humor, el hecho es que arrancó un tablón de una valla cercana y le pegó al niño por la cabeza con la misma. Aparentemente, las maestras se quejaron. Su madre, que prefería evitar los conflictos, decidió que Mae ya había estudiado lo suficiente. La sacaron de la escuela y no regresó. Cuando fue mayor, la sensación de que no tenía los conocimientos debidos o de que no era lo suficientemente inteligente dejaría profundas cicatrices en Mae Gianfrancesco, cicatrices que eventualmente serían una carga para su hija.
Cuando John Rizzo se acercó a la puerta de la cocina con paso despreocupado y elogió su canto, Mae debió haber pensado que era una respuesta a sus oraciones. Ésta era su oportunidad para escaper de aquella abarrotada y tempestuosa casa repleta de sus hermanos varones. Una oportunidad para volver a empezar y quizás para estudiar. Con veintidós años, Mae asió la oportunidad de ser feliz que se le presentaba y se casó con John Rizzo el 8 de septiembre de 1919, en contra de las objeciones de sus padres, a quienes «nunca les agradó» John.
Cuatro años después, el 12 de septiembre de 1923, la pareja llevó a su hija de cinco meses, Rita Rizzo, a la pila bautismal de la Iglesia de San Antonio en la calle Liberty. En aquel entonces, la norma era bautizar a los bebés a los pocos días de nacer, pero en este caso había sido necesario aplazar el bautizo debido a que los padrinos se demoraron en llegar. De modo que cuando los Rizzo por fin se acercaron a la pila bautismal con su robusta hija a cuestas, la cual parecía tener mucho más de cinco meses, el sorprendido sacerdote se dirigió a Mae.
–¿Por qué no esperó a que pudiera venirse caminando? –le preguntó.
Acabado el bautizo, la madre llevó a Rita a un altar lateral dedicado a Nuestra Señora de los Dolores. Sin duda, Mae sentía afinidad con esa imagen en particular de la Virgen María. Mae colocó a su única hija en el altar dedicado a la virgen, cuyo corazón descubierto portaba las espadas de la angustia.
–Me contó que le dijo, ‘Te entrego a mi hija’ –dijo la Madre Angélica con un poco de tristeza–. Estoy segura de que pensó que tendría otros hijos, pero no fue así.
No es de extrañar. El matrimonio de los Rizzo ya estaba en camino de desintegrarse. La incapacidad de John para mantener a su familia probablemente contribuyó a los problemas.
–Mi padre nunca pudo ganarse la vida –insistía la Madre Angélica–. Mi madre por fin logró que alquilara una casa… Una noche yo estaba en mi cuna y comencé a llorar a gritos, de modo que ella se levantó a ver qué me sucedía. Encontró cucarachas por todas partes, hasta caminaban por encima de mí y subían por las paredes, que estaban cubiertas de ellas. El papel de empapelar se movía de tantas cucarachas que había.
Después de un intercambio verbal con John durante el cual sin duda lo ridiculizó por su incapacidad para sostener a la familia, Mae arropó a Rita y se fue a casa de sus padres a pasar la noche. Esto se convertiría en un patrón habitual a lo largo del matrimonio.
Catherine, la dominante madre de John Rizzo, socavaba aún más la relación entre Mae y John. Más o menos en 1926, Catherine Rizzo no tenía dónde vivir, a pesar de tener once hijos, incluido John. De modo que, a instancias de Mae, decidieron que se mudaría con la joven familia de los Rizzo en Canton.
–Ella no tenía suficiente previsión como para darse cuenta de que si ninguno de los once hijos quería a su madre, por alguna razón sería –contó la Madre Angélica sardónicamente–. De modo [que mi madre] la recibió, y ahí fue cuando comenzaron los problemas.
De hecho, los problemas tal vez habían comenzado mucho antes. De acuerdo a los documentos de la corte, Mae sufría abuso físico y verbal desde hacía años a manos de John. Así que lo más probable es que Catherine Rizzo no destruyó el matrimonio, aunque ciertamente sí ayudó a crear puntos álgidos en la relación.
La decidida Mae encontró la horma de su zapato en la Sra. Rizzo, que era una mujer grandota y bocona. Tenía poca paciencia para las estupideces de la gente, especialmente en cuestiones de cocina. Los estándares gastronómicos de la abuela Rizzo eran muy altos, y la habilidad culinaria de Mae, al igual que todo lo demás que hacía, no estaba a su altura, ni era suficiente para su hijo. La insegura Mae no podía tolerar sus constantes críticas.
Una tarde, Mae puso un pollo en el horno con huesos y todo–algo inaceptable para la abuela Rizzo, que tenía la costumbre de deshuesar las aves y se enorgullecía de que le tomaba pocos minutos hacerlo. La puerta del horno no estaba todavía cerrada cuando la abuela empezó a regañar a Mae por su poca habilidad como cocinera. Rita, que tenía tres años, se aferraba al costado de su madre. Tras escuchar con gran atención durante varios minutos, la niña se interpuso entre su madre y su abuela.
–Le dije a mi abuela, ‘Ay, cállate la boca. Siempre habla, habla, habla [sic]’. Bueno, mi mamá me agarró y me dio cien besos porque la había defendido –recuerda Angélica–. ¡Mi padre nunca la defendía!
Ésta sería la primera de muchas veces que Rita alzaría fuertemente su voz para defender a su madre. También es la primera muestra de la franqueza que definiría su carácter. Pero esta intervención ayudó poco a disipar las asperezas entre Mae y su suegra.
De acuerdo a la Madre Angélica, alrededor de 1927 ó 1928 Mae subió las escaleras de su casa en busca de una pistola para matar a la vieja.
–Si mi abuela hubiese estado allí, lo hubiera hecho. Por suerte, se había marchado a Reading, Pennsylvania, a vivir con una hija…–dijo.
En noviembre de 1928, John Rizzo tampoco vivía en la casa. Anduvo perdido por California durante dos años sin dar explicaciones ni notificarles de su dirección. Sin dinero y sin trabajo, Mae tuvo que hacerse cargo de lo que quedaba de su familia. Como una refugiada, regresó a casa de sus padres con su hija Rita, de cinco años, aunque se puede decir que no las acogieron con mucho entusiasmo. No cabía nadie más en la casa de los Gianfrancesco. Los cuatro hermanos de Mae (Tony, Pete, Frank y Nick) y sus padres ocupaban los dos dormitorios, lo cual obligó a Rita y a Mae a dormer en el ático, que habían renovado. Al pasar los años, la Madre Angélica hablaba con frecuencia del primer invierno en aquella casa.
Una vida mísera
La Madre Angélica entró a este mundo ignorada y ciertamente sin ser deseada, al menos por su padre. Su nombre de nacimiento era Rita Antoinette Rizzo, y nació en el modesto pueblo de Canton, Ohio, el 20 de abril de 1923.
Con la excepción de haber sido el lugar donde nació el presidente William McKinley, Canton era un pueblecito industrial poco memorable a una hora más o menos de Cleveland. En su horizonte salpicado de chimeneas se perfilaban grandes columnas de un humo marrón, emblema de la productividad del pequeño pueblo. El acero era la espina dorsal de Canton: el componente básico del nuevo siglo y el atractivo principal para miles de inmigrantes. Cojinetes de bolas, tranvías, ladrillos, teléfonos y accesorios de cañerías se desbordaban de sus acerías y de sus cadenas de producción para impulsar la nación hacia su época de mayor grandeza.
Aparte de dicha industria, Canton era, y es hoy en día, un lugar agradable de pastos verdes y ondulantes lomas en el centro del país, un lugar donde se puede criar una familia sin el caos y la congestion de la vida urbana. Bueno, a no ser que vivieras en el sudeste del pueblo, donde Rita Rizzo había nacido.
En 1923, alguna gente consideraba el sudeste de Canton como la zona roja, o el barrio pobre. Para los negros y la multitud de inmigrantes italianos que trabajaban en las acerías de Canton, el sudeste era su residencia. Los italianos quedaban confinados a esa zona debido a una combinación de analfabetismo y de los tributos sin tregua que les exigían sus caprichosos compatriotas. Era un gueto controlado por la Mano Negra, una organización de criminals con raíces en Sicilia. Y aunque los gángsteres portaban revolvers de mango negro cuando llevaban a cabo sus negocios por el barrio, el nombre Mano Negra se originó en el viejo país. El gangsterismo floreció durante esa época. Un hilo de corrupción organizada se hilvanaba de Cleveland a Canton y a su vez a Steubenville. La calle Cherry era el centro de acción en Canton, una avenida donde los antros del crimen organizado y las prostitutas sin destino fijo se disputaban las mismas almas que la Iglesia Católica de San Antonio.
Los asesinatos entre gángsteres eran cosa común en el sudeste de Canton. Antiguos residentes del barrio aún hablan de gente que habían volado en pedazos en los portales, que caían bajo una lluvia de balas en cualquier esquina, o que eran arrojados en los ríos. Algunos vecinos del lugar, ya con más de ochenta años de edad, aún en la actualidad hablan de la Mano Negra en tono bajo y rehúsan a dar sus nombres por miedo a las represalias.
Este gueto étnico –donde las prostitutas daban golpecitos en la ventana del burdel para llamar la atención del putañero; donde los comerciantes vivían al cruzar de la calle de mujeres que eran asesinas; donde los sacerdotes de las parroquias intentaban guiar a los estafadores de poca monta a que llevaran una vida digna; donde lo profano y lo sagrado se mezclaban y donde todos luchaban por subsistir– ,ése fue el gueto donde nació Rita Rizzo en 1923.
Rita nació en la cómoda casa de sus abuelos paternos, Mary y Anthony Gianfrancesco, que vivían a una cuadra de la infame calle Cherry. La casa, en 1029 de la calle Liberty, tenía por un lado un descampado cubierto por una parra bien atendida. Al otro lado de la casa, como si dominara la esquina que formaban las calles Liberty y 11, se encontraba la taberna del abuelo Gianfrancesco, un abrevadero y restaurante de barrio donde los inmigrantes recién llegados y sus parientes estadounidenses se reunían a beber y a almorzar juntos.
El parto de Rita fue muy doloroso para su madre, Mae. Duró varias horas y tuvieron que darle quince puntos después de traer al mundo a aquella bebé de doce libras, algo que Mae Gianfrancesco Rizzo narraba incesantemente a su única hija.
–Mi abuela decía que tenía los cachetes rosados, mucho pelo y que estaba lista para salir a pasear –contaba la Madre Angélica en su vejez mientras reía socarronamente–. Decía que parecía tener seis meses de nacida.
John Rizzo, el padre de Rita, nunca quiso tener hijos. A los dos años de casados, cuando su esposa le informó que estaba embarazada, él «se puso hecho una furia y la agarró por el pelo violentamente». Mae Rizzo estaba segura de que este incidente y la angustia emocional que sufrió fueron la causa de que no produjera leche.
Al principio, cuando se conocieron, Mae pensó que John sería la pareja ideal. Era alto, delgado, tenía un porte digno, un comportamiento pausado y vestía impecablemente. Usaba polainas y un bastón. En el gueto, donde pululaban los jornaleros y los matones en común, John Rizzo parecía un sueño hecho realidad. Sastre de profesión, andaba de paseo por la calle 11 cuando el canto de Mae le atrajo hasta la puerta de la cocina de los Gianfrancesco.
Mae acostumbraba a cantar mientras lavaba los platos, al compass de las tantas óperas italianas que su padre escuchaba en el gramófono que tenía en la sala. Había escuchado música desde que nació; era parte de su vida, como lo eran la taberna de su padre o la estufa de hierro fundido que había en la cocina. Mae hubiera querido ser cantante, y ciertamente tenía la pinta necesaria. Era una mujer muy atractiva, de ojos oscuros, facciones delineadas y una austeridad intensa que atraía las miradas de los hombres del barrio. Fotos familiares muestran a una mujer joven que sabía que era atractiva y que sabía cómo vestirse para realzarse. Mae adornaba su bonita figura con sombreros grandes, vestidos vaporosos, guantes y sombrillas. Cautivó a John con su belleza.
Pero a pesar de todos sus encantos, Mae estaba convencida aun desde joven de que la vida le había jugado una mala pasada. Sacó en conclusión que sus problemas se originaron en el quinto grado, cuando un compañero suyo de clase la tomó de la mano durante un simulacro de incendio. Ya sea porque Mae quiso resistir sus insinuaciones o porque estaba de mal humor, el hecho es que arrancó un tablón de una valla cercana y le pegó al niño por la cabeza con la misma. Aparentemente, las maestras se quejaron. Su madre, que prefería evitar los conflictos, decidió que Mae ya había estudiado lo suficiente. La sacaron de la escuela y no regresó. Cuando fue mayor, la sensación de que no tenía los conocimientos debidos o de que no era lo suficientemente inteligente dejaría profundas cicatrices en Mae Gianfrancesco, cicatrices que eventualmente serían una carga para su hija.
Cuando John Rizzo se acercó a la puerta de la cocina con paso despreocupado y elogió su canto, Mae debió haber pensado que era una respuesta a sus oraciones. Ésta era su oportunidad para escaper de aquella abarrotada y tempestuosa casa repleta de sus hermanos varones. Una oportunidad para volver a empezar y quizás para estudiar. Con veintidós años, Mae asió la oportunidad de ser feliz que se le presentaba y se casó con John Rizzo el 8 de septiembre de 1919, en contra de las objeciones de sus padres, a quienes «nunca les agradó» John.
Cuatro años después, el 12 de septiembre de 1923, la pareja llevó a su hija de cinco meses, Rita Rizzo, a la pila bautismal de la Iglesia de San Antonio en la calle Liberty. En aquel entonces, la norma era bautizar a los bebés a los pocos días de nacer, pero en este caso había sido necesario aplazar el bautizo debido a que los padrinos se demoraron en llegar. De modo que cuando los Rizzo por fin se acercaron a la pila bautismal con su robusta hija a cuestas, la cual parecía tener mucho más de cinco meses, el sorprendido sacerdote se dirigió a Mae.
–¿Por qué no esperó a que pudiera venirse caminando? –le preguntó.
Acabado el bautizo, la madre llevó a Rita a un altar lateral dedicado a Nuestra Señora de los Dolores. Sin duda, Mae sentía afinidad con esa imagen en particular de la Virgen María. Mae colocó a su única hija en el altar dedicado a la virgen, cuyo corazón descubierto portaba las espadas de la angustia.
–Me contó que le dijo, ‘Te entrego a mi hija’ –dijo la Madre Angélica con un poco de tristeza–. Estoy segura de que pensó que tendría otros hijos, pero no fue así.
No es de extrañar. El matrimonio de los Rizzo ya estaba en camino de desintegrarse. La incapacidad de John para mantener a su familia probablemente contribuyó a los problemas.
–Mi padre nunca pudo ganarse la vida –insistía la Madre Angélica–. Mi madre por fin logró que alquilara una casa… Una noche yo estaba en mi cuna y comencé a llorar a gritos, de modo que ella se levantó a ver qué me sucedía. Encontró cucarachas por todas partes, hasta caminaban por encima de mí y subían por las paredes, que estaban cubiertas de ellas. El papel de empapelar se movía de tantas cucarachas que había.
Después de un intercambio verbal con John durante el cual sin duda lo ridiculizó por su incapacidad para sostener a la familia, Mae arropó a Rita y se fue a casa de sus padres a pasar la noche. Esto se convertiría en un patrón habitual a lo largo del matrimonio.
Catherine, la dominante madre de John Rizzo, socavaba aún más la relación entre Mae y John. Más o menos en 1926, Catherine Rizzo no tenía dónde vivir, a pesar de tener once hijos, incluido John. De modo que, a instancias de Mae, decidieron que se mudaría con la joven familia de los Rizzo en Canton.
–Ella no tenía suficiente previsión como para darse cuenta de que si ninguno de los once hijos quería a su madre, por alguna razón sería –contó la Madre Angélica sardónicamente–. De modo [que mi madre] la recibió, y ahí fue cuando comenzaron los problemas.
De hecho, los problemas tal vez habían comenzado mucho antes. De acuerdo a los documentos de la corte, Mae sufría abuso físico y verbal desde hacía años a manos de John. Así que lo más probable es que Catherine Rizzo no destruyó el matrimonio, aunque ciertamente sí ayudó a crear puntos álgidos en la relación.
La decidida Mae encontró la horma de su zapato en la Sra. Rizzo, que era una mujer grandota y bocona. Tenía poca paciencia para las estupideces de la gente, especialmente en cuestiones de cocina. Los estándares gastronómicos de la abuela Rizzo eran muy altos, y la habilidad culinaria de Mae, al igual que todo lo demás que hacía, no estaba a su altura, ni era suficiente para su hijo. La insegura Mae no podía tolerar sus constantes críticas.
Una tarde, Mae puso un pollo en el horno con huesos y todo–algo inaceptable para la abuela Rizzo, que tenía la costumbre de deshuesar las aves y se enorgullecía de que le tomaba pocos minutos hacerlo. La puerta del horno no estaba todavía cerrada cuando la abuela empezó a regañar a Mae por su poca habilidad como cocinera. Rita, que tenía tres años, se aferraba al costado de su madre. Tras escuchar con gran atención durante varios minutos, la niña se interpuso entre su madre y su abuela.
–Le dije a mi abuela, ‘Ay, cállate la boca. Siempre habla, habla, habla [sic]’. Bueno, mi mamá me agarró y me dio cien besos porque la había defendido –recuerda Angélica–. ¡Mi padre nunca la defendía!
Ésta sería la primera de muchas veces que Rita alzaría fuertemente su voz para defender a su madre. También es la primera muestra de la franqueza que definiría su carácter. Pero esta intervención ayudó poco a disipar las asperezas entre Mae y su suegra.
De acuerdo a la Madre Angélica, alrededor de 1927 ó 1928 Mae subió las escaleras de su casa en busca de una pistola para matar a la vieja.
–Si mi abuela hubiese estado allí, lo hubiera hecho. Por suerte, se había marchado a Reading, Pennsylvania, a vivir con una hija…–dijo.
En noviembre de 1928, John Rizzo tampoco vivía en la casa. Anduvo perdido por California durante dos años sin dar explicaciones ni notificarles de su dirección. Sin dinero y sin trabajo, Mae tuvo que hacerse cargo de lo que quedaba de su familia. Como una refugiada, regresó a casa de sus padres con su hija Rita, de cinco años, aunque se puede decir que no las acogieron con mucho entusiasmo. No cabía nadie más en la casa de los Gianfrancesco. Los cuatro hermanos de Mae (Tony, Pete, Frank y Nick) y sus padres ocupaban los dos dormitorios, lo cual obligó a Rita y a Mae a dormer en el ático, que habían renovado. Al pasar los años, la Madre Angélica hablaba con frecuencia del primer invierno en aquella casa.
Descriere
In a comprehensive and engaging biography, Arroyo chronicles the life and faith of Mother Angelica, the nun who almost singlehandedly created a religious media empire through her Catholic cable network, EWTN.--"Publishers Weekly."