Nacidos Para Correr: Una Tribu Oculta, Superatletas y la Carrera Mas Grande Que el Mundo Nunca Ha Visto = Born to Run
Autor Christopher Mcdougalles Limba Spaniolă Paperback – 28 feb 2011
Una aventura épica que comenzó con una simple pregunta: ¿Por qué me duele el pie? Aislados por las peligrosas Barrancas de Cobre en México, los apacibles indios Tarahumara han perfeccionado durante siglos la capacidad de correr cientos de millas sin descanso ni lesiones. En este fascinante relato, el prestigioso periodista --y corredor habitualmente lesionado-- Christopher McDougall sale a descubrir sus secretos. En el proceso, nos lleva de los laboratorios de Harvard a los tórridos valles y las gélidas montañas de Norte América, donde los cada vez más numerosos ultra corredores están empujando sus cuerpos al límite, y finalmente a una vibrante carrera en las Barrancas de Cobre entre los mejores ultra corredores americanos y los sencillos Tarahumara. Esta increíble historia no solo despertará tu mente; además inspirará tu cuerpo cuando te des cuenta de que, de hecho, todos hemos nacido para correr.
>The astonishing national bestseller and hugely entertaining story that completely changed the way we run.
An epic adventure that began with one simple question: Why does my foot hurt? Isolated by Mexico's deadly Copper Canyons, the blissful Tarahumara Indians have honed the ability to run hundreds of miles without rest or injury. In a riveting narrative, award-winning journalist and often-injured runner Christopher McDougall sets out to discover their secrets. In the process, he takes his readers from science labs at Harvard to the sun-baked valleys and freezing peaks across North America, where ever-growing numbers of ultra-runners are pushing their bodies to the limit, and, finally, to a climactic race in the Copper Canyons that pits America's best ultra-runners against the tribe. McDougall's incredible story will not only engage your mind but inspire your body when you realize that you, indeed all of us, were born to run.
Preț: 128.55 lei
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Specificații
ISBN-13: 9780307741295
ISBN-10: 030774129X
Pagini: 355
Dimensiuni: 134 x 203 x 21 mm
Greutate: 0.29 kg
Editura: Vintage Books USA
ISBN-10: 030774129X
Pagini: 355
Dimensiuni: 134 x 203 x 21 mm
Greutate: 0.29 kg
Editura: Vintage Books USA
Recenzii
“Uno de los mejores libros sobre correr jamás escritos”. —Runnersworld.com
“Fascinante. . . Apasionante. . . Una oda al placer de correr”. —The Washington Post
“Fascinante. . . Apasionante. . . Una oda al placer de correr”. —The Washington Post
Notă biografică
Christopher McDougall ha sido corresponsal de guerra para la Associated Press y en la actualidad es editor contribuyente de Men’s Health. Ha sido finalista de los National Magazine Awards en tres ocasiones, y ha colaborado con publicaciones como Esquire y The New York Times Magazine. Es además autor del libro Girl Trouble, basado en un reportaje sobre la cantante Gloria Trevi escrito para The New York Times. Suele correr a través de las granjas de la comunidad Amish cerca de su casa en Pennsylvania.
Extras
CAPÍTULO 1
Vivir entre fantasmas requiere soledad.
—Anne Michaels, Fugitive Pieces
DURANTE DÍAS había estado recorriendo la Sierra Madre mexicana en busca de un fantasma conocido como Caballo Blanco. Finalmente, un rastro me llevó al último lugar donde esperaba encontrarlo: lejos de la profundidad del desierto salvaje donde cuentan que se aparece, en el poco iluminado lobby de un hotel en las afueras de una polvorienta ciudad del desierto.
—Sí, El Caballo está—dijo la recepcionista, asintiendo con la cabeza.
—¿De verdad?
Tras oír tantas veces que acababa de irse, en otros tantos escenarios extraños, yo había empezado a sospechar que Caballo Blanco no era más que una especie de cuento de hadas, la versión local del monstruo del Lago Ness, inventada para asustar a los niños y engañar a gringos crédulos.
—Siempre regresa sobre las cinco —añadió la recepcionista—. Es como un ritual.
No supe si abrazarla con alivio o chocarle la mano para celebrar el triunfo. Miré mi reloj. Esto significaba que realmente iba a posar mis ojos sobre el fantasma en menos de... ¡espera!
—Pero si son casi las seis.
—Quizá se ha marchado —dijo la recepcionista encogiéndose de hombros.
Me hundí en un viejo sofá. Me encontraba mugriento, muerto de hambre y derrotado. Estaba exhausto, al igual que mis pistas.
Algunos decían que Caballo Blanco era un fugitivo; otros habían oído que era un boxeador que huía como una especie de castigo autoimpuesto tras matar a golpes a un tipo en el ring. Nadie sabía su nombre, su edad o de dónde venía. Era como un pistolero del Lejano Oeste cuyas únicas huellas eran unos cuantos cuentos chinos y el olor a cigarrillo. Las descripciones y avistamientos estaban por todas partes; aldeanos que vivían adistancias imposibles unos de otros juraban haberlo visto viajando a pie el mismo día y lo describían dentro de una amplia escala que iba de “divertido y simpático” a “raro y gigantesco”.
Pero en todas las versiones de la leyenda de Caballo Blanco siempre se repetían algunos detalles básicos: había llegado a México años atrás y se había internado en las salvajes e impenetrables Barrancas del Cobre para vivir entre los tarahumaras, una tribu casi mítica de superatletas de la Edad de Piedra. Los tarahumaras quizá sean las personas más sanas y serenas del planeta, y los más grandes corredores de todos los tiempos.
Cuando se trata de distancias enormes, nada puede vencer a un corredor tarahumara. Ni un caballo de carreras, ni un guepardo ni un maratonista olímpico. Pocas personas han visto a los tarahumaras en acción, pero a lo largo de los siglos han ido filtrándose desde las barrancas historias asombrosas acerca de suresistencia y tranquilidad sobrehumana. Un explorador jurahaber visto a un tarahumara cazando un ciervo con sus propias manos, persiguiendo al animal hasta que cayó muerto de agotamiento y “las pezuñas se le desprendieron”. Otro aventurero pasó diez horas escalando las Barrancas del Cobre a lomo demula, mientras que un corredor tarahumara hizo el mismo viaje en noventa minutos.
“Prueba esto”, dijo una mujer tarahumara una vez a un explorador exhausto que se derrumbó al pie de una montaña. La mujer le extendió un mate lleno de un líquido turbio. El explorador dio unos pocos tragos y, asombrado, sintió una nueva energía corriendo por sus venas. Se puso de pie y escaló la montañacomo un sherpa con sobredosis de cafeína. Los tarahumaras, contaría después el explorador, también custodian la receta de un alimento energético especial que los deja en forma, poderosos e imparables: unos pocos bocados tienen el suficiente contenido nutricional para permitirles correr todo el día sin descanso.
Pero, sean cuales sean los secretos ocultos de los tarahumaras, los han ocultado bien. Hoy en día, los tarahumaras viven en las laderas de unos acantilados más altos que el nido de un halcón, en un territorio que pocas personas han visto. Las barrancas son un “mundo perdido” en el medio de la más remota zona salvaje de Norteamérica, como un Triángulo de las Bermudas tierra adentro, famoso por tragarse a los inadaptados y desperados que se pierden en su seno. Muchas cosas terribles pueden ocurrir ahí, y probablemente ocurrirán. Aun cuando sobrevivas a los jaguares devora-hombres, las serpientes mortales y el calor abrasador, todavía tendrás que enfrentarte a la “fiebre del cañón”, el delirio al que puede conducirte la inquietante desolación de las barrancas. Mientras más te internas en ellas, mayor es la sensación de una cripta cerrándose a tu alrededor. Los muros se estrechan, las sombras se extienden, el eco de los fantasmas te susurra al oído; todas las salidas parecen terminar en una roca escarpada. Varios exploradores extraviados cayeron en tal estado de locura y desesperación que se cortaron la garganta o se arrojaron al vacío. No sorprende entonces que pocos extraños hayan visto la tierra de los tarahumaras.
Sin embargo, de alguna manera, Caballo Blanco había conseguido llegar a las profundidades de las barrancas. Y ahí, cuentan, fue adoptado por los tarahumaras como un amigo y alma gemela, un fantasma entre fantasmas. Ciertamente, dominaba dos de las habilidades características de los tarahumaras —invisibilidad y resistencia— ya que aun cuando había sido visto recorriendo las barrancas, nadie parecía saber dónde vivía o dónde podría vérsele la próxima vez. Si alguien podía traducir los antiguos secretos de los tarahumaras, me dijeron, era este vagabundo solitario de la Sierra Alta.
Estaba tan obsesionado con encontrar a Caballo Blanco que mientras dormitaba en el sofá del hotel, pude incluso imaginar el sonido de su voz. “Probablemente debe sonar como el Oso Yogi ordenando burritos en Taco Bell”, pensé. Un tipo así, un trotamundos que va a todas partes pero no encaja en ningún sitio, debe vivir dentro de su cabeza y ha de oír raramente su propia voz. Debe hacer bromas raras y partirse de la risa él solo. Ha de tener una risa atronadora y un español espantoso. Debe ser enérgico y simpático y. . . y. . . Espera un minuto. Lo estaba oyendo. Abrí los ojos y me encontré con un cadáver polvoriento con un sombrero de paja hecho jirones que bromeaba con la recepcionista. Marcas de tierra le cruzaban el rostro demacrado, como borrosas pintadas de guerra, mientras las greñas de pelo decolorado por el sol que se escapaban por debajo de su sombrero parecían haber sido cortadas con un cuchillo de caza. Recordaba a un náufrago abandonado en una isla desierta, incluso por el hambre de conversación que parecía saciar con la recepcionista aburrida.
—¿Caballo? —dije con la voz ronca.
El cadáver se giró, sonriendo, y me sentí como un idiota. No parecía temeroso, sino confundido, como cualquier turista que tuviera que hacer frente a un perturbado que de repente le grita desde el sofá: “¡Caballo!”.
Este no era Caballo. No existía ningún Caballo. Todo el asunto era un invento, y yo había caído en él.
Entonces, el cadáver habló.
—¿Me conoces?
—¡Hombre! —exploté, luchando por ponerme de pie—. ¡Me alegra tanto verte!
Su sonrisa se desvaneció. Los ojos del cadáver huyeron en dirección a la puerta, dejando claro que él también huiría.
Vivir entre fantasmas requiere soledad.
—Anne Michaels, Fugitive Pieces
DURANTE DÍAS había estado recorriendo la Sierra Madre mexicana en busca de un fantasma conocido como Caballo Blanco. Finalmente, un rastro me llevó al último lugar donde esperaba encontrarlo: lejos de la profundidad del desierto salvaje donde cuentan que se aparece, en el poco iluminado lobby de un hotel en las afueras de una polvorienta ciudad del desierto.
—Sí, El Caballo está—dijo la recepcionista, asintiendo con la cabeza.
—¿De verdad?
Tras oír tantas veces que acababa de irse, en otros tantos escenarios extraños, yo había empezado a sospechar que Caballo Blanco no era más que una especie de cuento de hadas, la versión local del monstruo del Lago Ness, inventada para asustar a los niños y engañar a gringos crédulos.
—Siempre regresa sobre las cinco —añadió la recepcionista—. Es como un ritual.
No supe si abrazarla con alivio o chocarle la mano para celebrar el triunfo. Miré mi reloj. Esto significaba que realmente iba a posar mis ojos sobre el fantasma en menos de... ¡espera!
—Pero si son casi las seis.
—Quizá se ha marchado —dijo la recepcionista encogiéndose de hombros.
Me hundí en un viejo sofá. Me encontraba mugriento, muerto de hambre y derrotado. Estaba exhausto, al igual que mis pistas.
Algunos decían que Caballo Blanco era un fugitivo; otros habían oído que era un boxeador que huía como una especie de castigo autoimpuesto tras matar a golpes a un tipo en el ring. Nadie sabía su nombre, su edad o de dónde venía. Era como un pistolero del Lejano Oeste cuyas únicas huellas eran unos cuantos cuentos chinos y el olor a cigarrillo. Las descripciones y avistamientos estaban por todas partes; aldeanos que vivían adistancias imposibles unos de otros juraban haberlo visto viajando a pie el mismo día y lo describían dentro de una amplia escala que iba de “divertido y simpático” a “raro y gigantesco”.
Pero en todas las versiones de la leyenda de Caballo Blanco siempre se repetían algunos detalles básicos: había llegado a México años atrás y se había internado en las salvajes e impenetrables Barrancas del Cobre para vivir entre los tarahumaras, una tribu casi mítica de superatletas de la Edad de Piedra. Los tarahumaras quizá sean las personas más sanas y serenas del planeta, y los más grandes corredores de todos los tiempos.
Cuando se trata de distancias enormes, nada puede vencer a un corredor tarahumara. Ni un caballo de carreras, ni un guepardo ni un maratonista olímpico. Pocas personas han visto a los tarahumaras en acción, pero a lo largo de los siglos han ido filtrándose desde las barrancas historias asombrosas acerca de suresistencia y tranquilidad sobrehumana. Un explorador jurahaber visto a un tarahumara cazando un ciervo con sus propias manos, persiguiendo al animal hasta que cayó muerto de agotamiento y “las pezuñas se le desprendieron”. Otro aventurero pasó diez horas escalando las Barrancas del Cobre a lomo demula, mientras que un corredor tarahumara hizo el mismo viaje en noventa minutos.
“Prueba esto”, dijo una mujer tarahumara una vez a un explorador exhausto que se derrumbó al pie de una montaña. La mujer le extendió un mate lleno de un líquido turbio. El explorador dio unos pocos tragos y, asombrado, sintió una nueva energía corriendo por sus venas. Se puso de pie y escaló la montañacomo un sherpa con sobredosis de cafeína. Los tarahumaras, contaría después el explorador, también custodian la receta de un alimento energético especial que los deja en forma, poderosos e imparables: unos pocos bocados tienen el suficiente contenido nutricional para permitirles correr todo el día sin descanso.
Pero, sean cuales sean los secretos ocultos de los tarahumaras, los han ocultado bien. Hoy en día, los tarahumaras viven en las laderas de unos acantilados más altos que el nido de un halcón, en un territorio que pocas personas han visto. Las barrancas son un “mundo perdido” en el medio de la más remota zona salvaje de Norteamérica, como un Triángulo de las Bermudas tierra adentro, famoso por tragarse a los inadaptados y desperados que se pierden en su seno. Muchas cosas terribles pueden ocurrir ahí, y probablemente ocurrirán. Aun cuando sobrevivas a los jaguares devora-hombres, las serpientes mortales y el calor abrasador, todavía tendrás que enfrentarte a la “fiebre del cañón”, el delirio al que puede conducirte la inquietante desolación de las barrancas. Mientras más te internas en ellas, mayor es la sensación de una cripta cerrándose a tu alrededor. Los muros se estrechan, las sombras se extienden, el eco de los fantasmas te susurra al oído; todas las salidas parecen terminar en una roca escarpada. Varios exploradores extraviados cayeron en tal estado de locura y desesperación que se cortaron la garganta o se arrojaron al vacío. No sorprende entonces que pocos extraños hayan visto la tierra de los tarahumaras.
Sin embargo, de alguna manera, Caballo Blanco había conseguido llegar a las profundidades de las barrancas. Y ahí, cuentan, fue adoptado por los tarahumaras como un amigo y alma gemela, un fantasma entre fantasmas. Ciertamente, dominaba dos de las habilidades características de los tarahumaras —invisibilidad y resistencia— ya que aun cuando había sido visto recorriendo las barrancas, nadie parecía saber dónde vivía o dónde podría vérsele la próxima vez. Si alguien podía traducir los antiguos secretos de los tarahumaras, me dijeron, era este vagabundo solitario de la Sierra Alta.
Estaba tan obsesionado con encontrar a Caballo Blanco que mientras dormitaba en el sofá del hotel, pude incluso imaginar el sonido de su voz. “Probablemente debe sonar como el Oso Yogi ordenando burritos en Taco Bell”, pensé. Un tipo así, un trotamundos que va a todas partes pero no encaja en ningún sitio, debe vivir dentro de su cabeza y ha de oír raramente su propia voz. Debe hacer bromas raras y partirse de la risa él solo. Ha de tener una risa atronadora y un español espantoso. Debe ser enérgico y simpático y. . . y. . . Espera un minuto. Lo estaba oyendo. Abrí los ojos y me encontré con un cadáver polvoriento con un sombrero de paja hecho jirones que bromeaba con la recepcionista. Marcas de tierra le cruzaban el rostro demacrado, como borrosas pintadas de guerra, mientras las greñas de pelo decolorado por el sol que se escapaban por debajo de su sombrero parecían haber sido cortadas con un cuchillo de caza. Recordaba a un náufrago abandonado en una isla desierta, incluso por el hambre de conversación que parecía saciar con la recepcionista aburrida.
—¿Caballo? —dije con la voz ronca.
El cadáver se giró, sonriendo, y me sentí como un idiota. No parecía temeroso, sino confundido, como cualquier turista que tuviera que hacer frente a un perturbado que de repente le grita desde el sofá: “¡Caballo!”.
Este no era Caballo. No existía ningún Caballo. Todo el asunto era un invento, y yo había caído en él.
Entonces, el cadáver habló.
—¿Me conoces?
—¡Hombre! —exploté, luchando por ponerme de pie—. ¡Me alegra tanto verte!
Su sonrisa se desvaneció. Los ojos del cadáver huyeron en dirección a la puerta, dejando claro que él también huiría.