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Que Brille La Luz de Dios: La Visisn Espiritual del Papa Benedicto XVI

Editat de Robert Moynihan
es Limba Spaniolă Paperback – 31 mar 2006
Aunque se desarrolló como un conocido líder de la Iglesia por varios años antes de convertirse en Papa, no cabe duda que ha habido poco conocimiento sobre el lado espiritual de Benedicto XVI. Ahora—por primera vez—se presenta una brillante exposición de las enseñanzas más inspiradoras del Papa en Que brille la luz de Dios. El editor Robert Moynihan nos ofrece una introducción breve a la vida y la obra del Papa Benedicto XVI y luego nos presenta una colección fascinante de sus palabras más inolvidables. En estas páginas, el Papa Benedicto XVI nos demuestra un Dios que es bueno, hermoso y verdadero—la fuente de la vida y del mundo. En los ojos de Benedicto, lo más importante en la vida de uno es descubrir y fomentar una relación significativa con Dios, porque éste es el camino hacia la felicidad más profunda y duradera que los seres humanos pueden experimentar. Aun en nuestros momentos más oscuros, él enseña, podemos guardar la esperanza que todo se resolverá de forma magnífica para así reflejar la gloria de Dios y brindarle muchas bendiciones a hombres y mujeres individuales. Desde su papel más temprano como maestro hasta sus primeras palabras como líder de la Iglesia Católica, la visión esperanzadora del Papa Benedicto se resume poderosamente en Que brille la luz de Dios.
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Specificații

ISBN-13: 9780307276599
ISBN-10: 0307276597
Pagini: 214
Dimensiuni: 134 x 203 x 15 mm
Greutate: 0.24 kg
Editura: Vintage Books USA

Notă biografică

El Dr. Robert Moynihan es fundador y editor de la revista Inside the Vatican (Dentro del Vaticano), una publicación mensual sobre la Iglesia y los asuntos internacionales vistos desde Roma. Se le considera como uno de los analistas del Vaticano más importantes del mundo, y ha entrevistado al Papa Benedicto XVI en más de veinte ocasiones. Recibió su título de Doctor en Filosofía en estudios medievales de la Universidad de Yale y divide su tiempo entre Roma y Annapolis, Maryland.

Extras

«Se supone que somos la luz del mundo, y eso significa que debemos permitir que el Señor se manifieste a través de nosotros. No deseamos ser vistos, sino que se vea al Señor a través de nosotros. A mi entender, ese es el verdadero mensaje del Evangelio cuando nos dice: “actuad de tal forma que quiénes os vean, vean la obra de Dios y alaben a Dios”. No se trata, pues, de que la gente vea a los cristianos, sino “por medio de vosotros, a Dios.” Por lo tanto, la persona no debe aparecer, sino permitir que Dios sea visto a través de su persona». —Papa Benedicto XVI, conversación con Robert Moynihan, 23 de febrero de 1993 «La presencia de Dios» El 19 de abril, en Roma, los cardenales de la Iglesia Católica eligieron al Papa Benedicto XVI, de setenta y ocho años de edad, para que se convirtiera en el 265º heredero del apóstol Pedro, en obispo de Roma y en líder de la Iglesia universal. El mundo quedó completamente atónito. ¿Por qué? En buena parte porque sorprendió que un grupo de cardenales entre el que se incluían representantes de países como Argentina, Nigeria e India no escogiera a un cardenal más joven y «progresista» del Tercer Mundo para que «reformara» y «modernizara» las doctrinas cristianas tradicionales e hiciera énfasis en los temas de justicia social. En vez de ello, eligieron a un anciano cardenal alemán, Joseph Ratzinger, quien, durante el cuarto de siglo anterior, como director de la principal institución doctrinal del Vaticano (la Congregación para la Doctrina de la Fe), se había labrado la reputación de ser un defensor de las enseñanzas tradicionales de la Iglesia y había insistido en que «adorar de forma correcta» a Dios era prioritario en cualquier intento de construir una sociedad humana justa. ¿Cómo pudo pasar esto? ¿Por qué sucedió? ¿Qué significado tiene? Durante los últimos treinta años no sólo los cardenales que escogieron a Ratzinger sino muchos católicos y otros hombres y mujeres de buena voluntad en todo el mundo han coincidido con Benedicto en que la mayor «crisis» a la que se enfrentan la Iglesia y el mundo es «la ausencia de Dios»: una cultura y un modo de vida sin ninguna dimensión trascendente, desprovista de toda orientación hacia la eternidad, lo sagrado o lo divino. Y que la «solución» a esa «crisis» se puede expresar fácilmente en una frase: el mundo necesita «la presencia de Dios». Benedicto defiende desde hace tiempo que la «ausencia de Dios» en el mundo moderno, la «secularización» de la sociedad moderna «globalizada», ha creado una sociedad en que la persona carece de protección segura contra las depredaciones del poder y, lo que es peor, carece también de una comprensión clara del significado y el fin último de su vida. Y, sin embargo, este llamamiento a reorientar la cultura humana hacia Dios nunca ha conllevado el abandono de la búsqueda de la justicia social. Muy al contrario, siempre ha sido un desafío situar esa búsqueda dentro del contexto cristiano del arrepentimiento y de la fe en el Evangelio. El énfasis de Benedicto en la «prioridad» de conocer y amar a Dios antes que cualquier otra cosa fue considerado por una gran mayoría del colegio cardenalicio como el adecuado. A Benedicto lo escogieron los cardenales que eran sus colegas, muchos de ellos procedentes de países muy pobres, porque estaban de acuerdo con él en que se necesitaba un Papa que predicara que Dios era lo primero y que, al hacerlo, pusiera los únicos cimientos seguros sobre los que edificar una sociedad justa. Para comprender la visión del Papa Benedicto XVI no empezaremos examinando sus muchas obras teológicas, elaboradas durante los últimos cincuenta años, sino escuchándole contarnos sus propios comienzos en la vida. Sus palabras, extraídas de varias entrevistas que concedió entre 1993 y 1995 y también de su autobiografía (publicada en 1997 como Mi vida: recuerdos 1927–1977), revelan un hombre que contempla el mundo y la vida cotidiana con una sensación de maravilla, como si todas las cosas estuvieran llenas de pistas o «rastros» de Dios. Desde luego, este es en definitiva el gran mensaje de Benedicto: que el mundo es un sacramento, un «signo externo» de la «realidad interior» del amor de Dios, y que el hombre sólo será feliz cuando reconozca la primacía de Dios en su propia vida y en el mundo entero. La convicción de Benedicto de que la creación es jubilosa en la medida en que está orientada hacia Dios comenzó durante su juventud en Baviera, dónde el catolicismo impregnaba todos los aspectos de la vida cotidiana. La fuente de esta convicción se percibe en su temprano y profundo aprecio por la liturgia, por la celebración ritual de los misterios cristianos usando los símbolos de la vida cotidiana: agua, vino, pan, luz y oscuridad. Resulta evidente su amor por la vida sencilla del campo bávaro, del que habla con cariño como uno de los períodos más felices de su vida; su gusto por los hombres y mujeres sencillos que tienen fe; su rechazo del nazismo, cuya inhumana violencia consideraba fruto de su oposición ideológica a Dios. Más adelante en su vida, como asesor teológico en el Concilio Vaticano II, su deseo de hacer la maravilla de Dios más accesible y visible a más gente le granjeó una reputación de «progresista». Luego, en su época como Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, trabajó durante veinticinco años para impedir que la maravilla y la belleza de Dios quedarán cubiertas y ocultas bajo las teologías del relativismo, el ateísmo marxista y el secularismo. En última instancia, resulta evidente en sus primeras homilías como Benedicto XVI, en las que lanzó un llamamiento a todos los hombres y mujeres, tanto dentro como fuera de la Iglesia, para que «buscaran el rostro de Dios», caminando junto a él en un viaje que conduce a un hogar eterno en el que Dios está enteramente presente y en que, por ello, la verdadera dicha es eterna. De Marktl a Freising «Mi primer recuerdo se remonta en verdad a Marktl, y es el único recuerdo que conservo de ese período de mi vida. Probablemente tenía unos dos años, pues nos fuimos de Marktl cuando tenía esa edad. Vivíamos en la segunda planta del edificio. En la planta baja vivía un dentista que tenía un coche, algo todavía poco habitual en aquellos tiempos, al menos en Baviera. Y lo que recuerdo es el olor a gasolina de ese coche». Riendo, añadió, «Me impresionó profundamente». Benedicto XVI nació el 16 de abril de 1927, en la pequeña ciudad de Marktl-am-Inn, en la diócesis bávara de Passau, en el sur de Alemania. Fue el tercer hijo de Joseph y María Ratzinger, pues nació después de Georg y Maria, sus hermanos mayores. Ese año el 16 de abril fue Sábado Santo, el «día de silencio» que en la liturgia cristiana discurre entre el dolor del Viernes Santo y la alegría del Domingo de Resurrección. «Me bautizaron la mañana después de mi nacimiento con agua bendita durante la vigilia de Pascua. Mi familia a menudo lo subrayaba, pues el ser el primer bebé bautizado con esta nueva agua era una señal importante». Uno percibe el «código genético» de la vida espiritual de Benedicto en esta unión íntima de la vida cotidiana y la vida de la fe: su nacimiento precede a su bautismo sólo en unas pocas horas; su familia está siempre presente, recordándole durante su juventud que había sido el primero en ser bautizado con la nueva agua bendita, inculcándole un sentimiento de dignidad y singularidad, una de las principales tareas de todo padre, madre, hermano o hermana; y su fe, entretejida en la trama de la vida cotidiana. «La fe penetraba todos los aspectos de la vida, aunque no todos eran creyentes católicos de verdad. En el campo y en los pueblos de entonces nadie podía ni quería moverse fuera del tejido de la vida católica, de la vida cristiana». La fe y la familia son todavía los polos gemelos de la conciencia de Benedicto, como lo han sido a lo largo de toda su vida. En primer lugar, la familia: sus memorias le muestran siempre ansioso por regresar a casa de sus padres, por salir a dar largos paseos con su madre y su padre, por vivir «en familia» o «como una familia» tan a menudo y durante tanto tiempo como fuera posible. De hecho, sus padres irían a vivir con él cuando logró su primer trabajo como profesor universitario. «Siempre recordaré con mucho cariño la bondad de mi padre y de mi madre». Su hermana, Maria, que nunca se casó, se convertiría en su ama de llaves, haciendo que la familia Ratzinger se mantuviera unida incluso en Roma hasta el fallecimiento de ella —que fue devastador para Benedicto— en noviembre de 1991. Benedicto también pasa buena parte de sus vacaciones de verano con su hermano Georg, un sacerdote que es musicólogo y director del coro de la catedral de Regensburg en Alemania. Luego el otro polo: la fe. «Siempre he dado gracias por el hecho de que desde el principio mi vida estuviera inmersa en el misterio pascual, pues no se podía tratar más que de una señal de bendición. Por supuesto, no nací el Domingo de Resurrección, sino el Sábado Santo. Y, no obstante, mientras más pienso en ello, más me parece que es un símbolo de nuestra existencia humana, que todavía aguarda la Pascua, que todavía no está a plena luz, pero que camina con confianza hacia la luz». La sencillez de estas palabras revela un punto clave del pensamiento de Benedicto: que la fe más pura es la de la gente común y humilde. Cerca de Marktl-am-Inn, donde nació, estaba el santuario mariano de Altoetting, que se remonta a tiempos carolingios (siglo IX). Cuando Benedicto era un niño, el fraile Conrad de Parzham, que había sido portero del santuario, fue beatificado. «En este hombre, humilde y amable, vimos encarnado lo mejor de nuestro pueblo, llevado por la fe a hacer realidad sus grandes posibilidades. Más adelante pensaría a menudo en esta extraordinaria circunstancia, que la Iglesia, en el siglo del progreso y de la fe en la ciencia, considerara que quienes mejor la representaban eran las personas más sencillas, como Bernadette de Lourdes o el hermano Conrad». El ciclo anual de culto y oración, que en la Iglesia católica se denomina el «año litúrgico», también dejó una profunda huella en el joven Benedicto. Igual que las estaciones cambiaban de invierno a primavera y de verano a otoño, también cambiaban las fiestas de la Iglesia, de la Cuaresma a la Pascua, de ésta a Pentecostés y de Pentecostés a Navidad, aportando a la vida cotidiana una dimensión diferente y más profunda. «El año litúrgico le daba al tiempo su ritmo, y yo me di cuenta de ello desde muy pequeño, sí, desde que era un niño, con gran alegría». En Navidad, el pesebre de la familia era más grande cada año y las liturgias del Adviento alegraban los a veces grises y melancólicos días del invierno alemán: «Se celebraban al amanecer, con la iglesia todavía a oscuras, iluminada sólo por la luz de las velas». Sus recuerdos de las Pascuas de su niñez revelan el punto hasta el que la fe de Benedicto surgió del rico tejido simbólico cristiano, que todavía era casi «barroco» comparado con la liturgia post-Vaticano II que se introduciría en los años 60: «Durante toda la Semana Santa las ventanas de la iglesia se tapaban con cobertores negros. Incluso durante el día, la iglesia estaba envuelta en sombras preñadas de misterio. Pero cuando el párroco cantaba el versículo que anunciaba “¡Ha resucitado!”, los cobertores se retiraban súbitamente de las ventanas y una luz radiante inundaba la iglesia entera: era la representación más impresionante de la resurrección de Cristo que puedo imaginar». La vida era tranquila en Marktl y en las demás ciudades de la región en las que la familia vivió durante los años 30. Su padre era agente de policía y su madre «una excelente cocinera». «Antes de casarse, mi madre trabajaba como cocinera profesional», dijo, sonriendo al recordarlo. «En los últimos años antes de casarse trabajó en un hotel en Munich donde cada uno de los cocineros estaba especializado en un área concreta. Ella era especialista en mehlspeiss. ¿Sabes lo que es eso? Es algo que sólo existe en Austria y en Baviera. Se trata de unos pastelitos hechos con harina y nata, no como la pasta italiana, sino dulces. Apfel strudel y cosas parecidas. El Apfel strudel es el único que se ha difundido más o menos por el mundo, pero teníamos mucha variedad de ese tipo de pasteles. ¡Una cantidad extraordinaria! Y nos encantaban esos mehlspeissen. Aparte de eso éramos, por supuesto, bastante pobres, y mi madre tenía que arreglárselas como podía para alimentar a una familia de cinco personas. Solíamos comer un poco de carne de res, algo de ensalada, verduras... »Yo vivía en un pueblo pequeño en el que la gente trabajaba en el campo o en talleres artesanos, y allí me sentía en mi hogar». Con la llegada del nazismo, la actitud de los alemanes hacia el papel de la Iglesia en la vida cotidiana empezó a cambiar. «Los fanáticos, naturalmente, abandonaron la Iglesia y se opusieron abiertamente a ella». Pero no todo el mundo se convirtió en nazi. Desde luego, muchos no lo hicieron. «Yo diría que habían pocos de esos fanáticos que explícitamente se declararon anticatólicos o anticristianos en las zonas rurales. Mucha gente iba, como decimos en alemán, “mitlaufer” (“con la corriente”), ¿no? Se trataba de personas que hacían lo necesario sin comprometerse mucho personalmente y, al mismo tiempo, seguían yendo a la Iglesia, seguían tomando parte en la vida religiosa que estaba tan arraigada en el tejido de la vida cotidiana de la Alemania rural de aquellos tiempos que era inimaginable que alguien no tomara parte en ella. »Pero hubo también un grupo católico muy fiel que mantuvo su compromiso con la vida católica. Y, del mismo modo que los fanáticos fueron una minoría, también lo fueron los miembros de este grupo. Eran cristianos muy devotos y, por tanto, se oponían radicalmente al régimen». La familia se trasladó a Tittmunning, luego a Aschau y luego a Traunstein, una pequeña ciudad al pie de los Alpes. Estas mudanzas fueron causadas directamente por la resistencia del padre del joven Benedicto al nazismo, que le acarreó degradaciones y traslados en su trabajo como agente de policía. «Nuestro padre fue un enemigo enconado del nazismo porque creía que era incompatible con nuestra fe», ha dicho Georg, el hermano del Papa. «Tittmunning era una adorable ciudad pequeña con cierta historia, pues pertenecía a la archidiócesis de Salzburg. Una ciudad preciosa. Ya en el siglo XVI fue el punto de origen de un movimiento de reforma de la Iglesia, de una reforma del clero. Y los efectos de aquella reforma se sienten todavía en nuestro mismo siglo, pues fue precisamente esa reforma la que estableció la vida en común del clero y, en esa región, seguía aplicándose que los párrocos y sus asistentes vivieran en común. »Era una ciudad muy pequeña, de sólo tres mil habitantes, pero encantadora. Y de allí guardo algunos recuerdos muy buenos, tanto de la vida de la Iglesia como de la naturaleza, pero especialmente de la vida de la Iglesia. »Había dos iglesias grandes, muy bellas. La iglesia parroquial tenía un capítulo y en la otra iglesia, que había pertenecido a la regla de San Agustín, había monjas. Y en ambas iglesias sonaba una música maravillosa, las iglesias eran muy bonitas... pero mis recuerdos más vivos son de las celebraciones de Navidad y Semana Santa. »Allí estaba la tumba de Jesús, de Jueves Santo a Sábado Santo, una preciosa construcción barroca con muchas luces y flores. Y yo diría que de niño la contemplación de la sagrada tumba, del santo sepulcro, me impresionó profundamente. También otras fiestas y vísperas con himnos sagrados. Y las procesiones. Cada jueves había una gran misa cantada y una procesión con el Santísimo Sacramento. Y fue por eso que la belleza de la Iglesia quedó profundamente grabada en mi memoria. Y también la Navidad, tanto en casa como en la iglesia, era muy bonita». La familia vivió en Tittmunning de 1929 a 1932. «Daba largos paseos con mi madre, especialmente en Austria, pues estábamos justo en la frontera austriaca. El río que cruzaba la ciudad era la frontera entre Alemania y Austria». Riéndose, Benedicto recordó que «había una estación, con un trenecito que conectaba aquella pequeña ciudad con el resto del mundo. Pero nosotros, que éramos pobres, nunca salíamos de la ciudad. Siempre íbamos a pie a la primera estación y siempre volvíamos de ella a pie. De este modo, ahorrábamos un poco de dinero. Se trataba, además, de paseos maravillosos. Cuando yo sólo tenía tres años, a veces mi madre me llevaba en sus brazos, pero con cuatro ya caminaba esta ruta bastante bien solo. »Como es natural, no teníamos demasiados libros en casa, pero a mi padre le interesaban mucho la historia y la política, y a mi madre las novelas, así que había unos cuantos libros de historia y también, por supuesto, libros religiosos, y además algunas pocas novelas, como Ben Hur y Quo Vadis y otras». Aunque el padre de Joseph era jefe de policía, procedía de una tradicional familia de granjeros de la baja Baviera. «Mi padre, a pesar de haber recibido muy poca educación formal, era una persona, intelectualmente hablando, absolutamente superior, de una gran superioridad incluso si lo comparo con académicos. Tenía sus convicciones, las cuales profundizó a través del estudio, por supuesto. Era un gran patriota bávaro. Es decir, no aceptó de buen grado el imperio de Bismarck y la incorporación de Baviera a una Alemania prusianizada. Y debe decirse que estaban siempre presentes, al menos durante algún tiempo, estas dos corrientes en Baviera: una reconciliada con la idea de una Alemania unificada y otra que no aceptaba esa idea y pensaba en el contexto de la historia antigua, remontándose a antes de la Revolución francesa. Se identificaban con el Sacro Imperio Romano, es decir, con los ideales de amistad y cercanía a Austria, y también con Francia. Y mi padre tendía a pensar de este modo y era, ante todo, un católico comprometido, por lo que estaba claramente en contra del nacionalismo. Sus argumentos estaban tan bien fundamentados que simplemente nos convenció». Nazismo y guerra Hitler llegó al poder cuando Benedicto tenía seis años. El régimen nacionalsocialista al principio no tuvo mucho impacto en Baviera, recuerda Ratzinger, pero un maestro de la escuela estaba entusiasmado con la ideología nazi. «Con gran pompa hizo que se levantara un mayo y compuso una especie de plegaria al símbolo de la inagotable fuerza vital. Se suponía que ese mayo representaba el principio de la restauración de la religión germánica y contribuía a la represión de la cristiandad, que se denunciaba como un elemento que alienaba a la gente de su gran cultura germánica. Organizó con las mismas intenciones un festival del solsticio de verano, de nuevo como retorno a la sacralización de la naturaleza y en oposición a las ideas de pecado y redención, que se decía que nos habían sido impuestas por la religión extranjera que nos trajeron los judíos y los romanos. »Cuando mi padre fue trasladado a Tittmunning pensó sobre todo en que una ciudad más grande tendría mejores escuelas. Pero entonces llegaron la depresión y el desempleo generalizado. Fue el período entre 1929 y 1932, esa gran crisis económica mundial. Y hubo un tremendo desempleo. Y ese mismo desempleo favoreció el crecimiento del nacionalsocialismo. Esos parados albergaban la esperanza de que Hitler hiciera cambiar las cosas. Y en este sentido sí que las cambió, creando un ejército y demás. Fue un movimiento muy fuerte y también muy agresivo. »Mi padre criticó duramente el movimiento nazi y, cuando vio que ya no podía evitarse que Hitler llegara al poder, se trasladó a otra pequeña ciudad, Aschau, pues en Tittmunning, después de que Hitler llegara al poder, las cosas se podían haber puesto muy difíciles para la familia. Se marchó en el momento adecuado, un mes antes del cambio, a la pequeña ciudad de Aschau donde, naturalmente, estos cambios también fueron visibles pero no tuvieron mucho impacto sobre la vida cotidiana debido a las características propias de la vida rural. Así que allí uno podía sobrevivir, a pesar de que siempre había presiones, siempre había dificultades». En 1933, el año en que Hitler fue nombrado canciller de Alemania, Joseph empezó a ir a la escuela y a experimentar el impacto del régimen nazi. «El partido había colocado a nazis entre los maestros de la escuela, y también el subcomisario de mi padre era un joven y fervoroso nazi. Eran realidades que existían». Pero «la vida cotidiana, incluso en la escuela, diría yo, no se vio penetrada en profundidad por esos fenómenos. Seguíamos con mucha distancia la evolución de los acontecimientos políticos. Se oían cosas sobre ello. Pero era más difícil para mi padre, pues había digamos que continuas insinuaciones desde arriba para que hiciera algo contra el párroco o contra otros sacerdotes y monjas que vinieron a la localidad. Siempre había muchas dificultades. »Mi padre se enteró de que ya no le daban las órdenes a él sino directamente a su segundo al mando. Pero se enteraba de las órdenes e iba al párroco y a los demás sacerdotes y les decía: “Ojo, que va a pasar esto o que va a pasar aquello”. Y así les ayudaba. Una vez, no sé exactamente los detalles, se decidió encarcelar a cierto sacerdote, pero mi padre pudo, en el momento preciso, advertirle. Hizo algún tipo de maniobra, no sé cuál, y pudo salvarle. »Yo había empezado a ir a la escuela. En 1934 Hitler decidió ejecutar a algunos de los líderes de las SA (Las tropas de asalto, dirigidas por Ernst Rohm, que ayudaron a Hitler a conseguir el poder y a las que luego decidió suprimir por miedo de que se rebelaran contra él). Nuestra profesora nos hablaba de estas cosas, de la “noche de los cuchillos largos”. Nos decía: “Esos hombres querían hacer cosas malas y el Führer los descubrió y nos ha protegido de ellos”. No sé cómo lo interpretó la gente. Cuando Hitler hacía algo, mi padre siempre sospechaba que pretendía alguna maldad porque, según decía mi padre, y se trataba de una de sus frases favoritas: “Aunque lo parezca, del diablo no viene nunca nada bueno”. Pero no sé si se dio cuenta de que la supresión de las SA fue en realidad un truco de Hitler para mostrarse como el Führer de todos los alemanes. »En aquellas ciudades, en las regiones rurales, todo era casi idílico durante los años 30. La gente tenía su propio ritmo de vida y pocas cosas cambiaron. Pero yo diría que uno podía sentir que Hitler estaba preparando una guerra. Mi padre lo dijo desde el principio: “Ahora tenemos a este sinvergüenza y pronto estaremos en guerra”. Se percibía que la guerra estaba próxima, pero... durante los primeros cuatro años, en la atmósfera de la vida cotidiana, no se pensaba realmente en ello. La situación cambió cuando se produjo la anexión de Austria. Vivíamos en Traunstein, no lejos de la frontera, y sentíamos la enorme tensión. Desde ese momento quedó claro que las cosas no iban bien». En 1937 se jubiló el padre de Joseph y la familia se mudó a Traunstein. «Las cosas eran más difíciles en Traunstein, pero allí los peores incidentes tuvieron lugar antes de nuestra llegada. Le rompieron los dientes a un cura y había sucedido una serie de incidentes de ese tipo. Habían puesto una bomba en la residencia de los monjes, cuya explosión causó daños en la casa parroquial. Y el cardenal había puesto la ciudad bajo interdicto: no podían sonar las campanas de las iglesias de la ciudad. Se seguía celebrando misa, pero para una ciudad que amaba la música y que estaba empapada de la tradición musical de Salzburgo, fue un castigo muy severo». Siendo niño, Benedicto no experimentó nunca personalmente ni amenazas ni violencia física a causa del opresivo régimen gobernante. A finales de los años 30, debido a la insistencia del párroco local, ingresó en un seminario menor. «Durante dos años iba y venía caminando de la escuela con gran alegría, pero ahora el párroco insistió en que entrara en el seminario menor. En la Pascua de 1939 [Ratzinger tenía sólo doce años] ingresé en el seminario». Su hermano ya estudiaba allí, y Joseph conocía a muchos de sus compañeros de clase, pero odiaba el estricto régimen de confinamiento. «En casa había vivido y estudiado con gran libertad, como había querido, construyendo mi propio mundo de infancia. Que me obligaran ahora a estudiar en una sala con otros sesenta muchachos me parecía una tortura. Se me hizo casi imposible estudiar, algo que hasta entonces me había resultado muy fácil». Lo peor de todo era que los chicos tenían que hacer dos horas diarias de deporte. «Esta circunstancia se convirtió para mí en una verdadera tortura, pues no me sentía en absoluto inclinado al atletismo y era el más pequeño de los chicos de la escuela, muchos de los cuales eran tres años mayores que yo. Era mucho menos fuerte físicamente que casi todos ellos. Mis compañeros fueron bastante tolerantes pero, a la larga, no es divertido tener que vivir gracias a la tolerancia de los demás y saber que uno sólo es un lastre para su propio equipo». Benedicto sintió la vocación del sacerdocio desde que era muy niño, así que tomar ese camino le parecía una decisión natural. «Durante aquellos años, sin embargo, fue todo un poco ficticio, pues el seminario fue requisado como hospital militar para heridos de guerra ya desde el inicio del conflicto. De modo que yo, formal y jurídicamente, pertenecía al seminario pero, de hecho, como el seminario era un hospital militar, vivía en casa. Pero dado que legalmente era miembro del seminario, cuando el seminario como tal fue transferido a Munich para ayudar en la defensa antiaérea, yo también me vi obligado a ir». En 1941 se hizo obligatorio afiliarse a las Juventudes Hitlerianas, y Joseph se vio forzado a incluir su nombre en las listas. «Como seminarista, se me inscribió en las Juventudes Hitlerianas. Tan pronto como salí del seminario no volví a ellas. Y fue difícil, pues el descuento del costo de la matrícula, que me hacía mucha falta, estaba vinculado a demostrar que se había asistido a las reuniones de la Juventudes Hitlerianas. Gracias a Dios, me encontré con un profesor de matemáticas muy comprensivo. Él mismo era nazi, pero era un hombre honesto, que me dijo: “Ve aunque sea una vez y consigue el documento, para que lo tengamos”. Cuando vio que simplemente yo no quería ir, dijo: “Comprendo. Yo me encargaré de ello”. Y así es como pude mantenerme al margen de aquello». Llegó la guerra. «Al principio la guerra parecía casi irreal». Se produjo la rápida conquista de Polonia en septiembre de 1939, luego el invierno tranquilo entre 1939 y 1940 y a continuación la victoria nazi en Francia en la primavera y verano de 1940. «Incluso los oponentes del nacionalsocialismo sintieron cierto orgullo patriótico», recuerda Benedicto. «Hubert Jedin, el gran historiador de los Concilios, que luego sería colega mío en Bonn, tuvo que abandonar Alemania porque era de origen judío. Pasó los años de la guerra en un exilio involuntario en el Vaticano. En sus memorias ha descrito con penetrantes palabras el extraño conflicto de emociones que los acontecimientos de ese año produjeron en él». Pero el padre de Benedicto veía las cosas claramente: «Mi padre vio con claridad meridiana que la victoria de Hitler no era una victoria para Alemania, sino para el Anticristo, y que sería el comienzo de tiempos apocalípticos para todos los creyentes, y no sólo para ellos». Luego, el 22 de junio de 1941, llegó el ataque a Rusia. «Nunca olvidaré el soleado domingo de 1941 en que las noticias anunciaron que Alemania y sus aliados habían lanzado un ataque contra la Unión Soviética en un frente que se extendía desde el Cabo Norte hasta el Mar Negro. Ese día había salido con mi clase a un pequeño viaje en barco en un lago cercano. Fue una excursión encantadora, pero las noticias del recrudecimiento de la guerra se avecinaban sobre nosotros como una pesadilla y nos impedían disfrutar. Esta vez las cosas no podían ir bien. Pensamos en Napoleón; pensamos en las vastas, interminables llanuras rusas, donde se consumiría la fuerza del asalto alemán». A los pocos meses empezaron a regresar las columnas de heridos. El edificio del seminario fue requisado como hospital y Benedicto enviado de vuelta a casa de sus padres. En 1943, a los diecíséis años, cuando todavía no era lo suficientemente mayor como para ser llamado al auténtico servicio militar, fue reclutado para servir de ayudante en una batería antiaérea alemana, convirtiéndose así en miembro del ejército alemán. «Fue algo de lo que no pude escapar. Y aquellos que vivían en un monasterio y seminario y, por tanto, ya estaban viviendo en común y fuera del hogar, tuvieron que ir, como comunidad, a unirse a esta artillería antiaérea. »La situación era muy extraña. No se trataba simplemente del servicio militar, pues nuestros estudios continuaban. Por la mañana venían los profesores desde Munich y nos daban clase. Y también por las tardes solíamos dedicar dos horas al estudio. Y también había orden de que se nos aplicaran las leyes protectoras de la juventud, que también eran válidas para nosotros. Eso quiere decir, por ejemplo, que teníamos prohibido fumar». Las autoridades tomaron muchas otras medidas para «garantizar la moralidad de esos jóvenes (...) como soldados». Pero todos los jóvenes seminaristas sabían que no eran bienvenidos en la Alemania de Hitler. «Por supuesto deseábamos la derrota del nazismo, no hay duda de ello. Una cosa estaba clara: los nazis querían, después de la guerra, eliminar a la Iglesia. Con seguridad no habría ya más sacerdotes. Esa era una de las razones por las que deseábamos su derrota. »No hicimos gran cosa en concreto porque nos dedicaban principalmente a los servicios técnicos, como el radar y ese tipo de cosas. Aprendimos a disparar un rifle, pero sólo como ejercicio de instrucción. »Existían tres estados en el ejército por los que yo tendría que pasar. Primero fuimos asistentes de la artillería antiaérea y, como dije, fue una época “mixta”, pues éramos una comunidad que a la vez estudiaba y cumplía el servicio militar. Una vez, para una clase, llegamos incluso a ir a Munich para usar el equipo de física y química que había allí. Y la comunidad en sí misma era interesante. No es que no hubiera tensiones, naturalmente. Pero había un fuerte sentido de que teníamos que ayudarnos los unos a los otros. Y luego estaba el servicio militar. Pero no era una actividad extenuante. Esta situación duró hasta septiembre de 1944». El 10 de septiembre de 1944, a los diecisiete años, fue dado de baja del ejército y regresó a casa. Allí se encontró una notificación que le anunciaba que le habían alistado en una unidad de trabajo para cavar trincheras en el frente austriaco. «En septiembre de 1944 nos licenciaron y nos transfirieron al llamado “servicio de trabajo”, un servicio que Hitler estableció en 1933 para crear empleo; entramos en ese servicio y nos enviaron a la frontera con Austria. Y tuvimos que aprender a trabajar con picos y palas, y a cavar trincheras y a hacer ese tipo de cosas. Así que cuando Hungría capituló ante los rusos, estábamos en la frontera austriaca. Entonces empezamos a trabajar para crear obstáculos que entorpecieran la marcha del Ejército Rojo. Por ejemplo, cavábamos zanjas para bloquear a los tanques. »Una noche nos sacaron de nuestras literas y nos reunieron vestidos con nuestras ropas de trabajo, todavía medio dormidos. Un oficial de las SS nos llamó de uno en uno en la formación y trató de persuadirnos para que nos enroláramos “voluntariamente” en las SS, aprovechándose de nuestro cansancio y de tenernos a cada uno frente a todo el grupo. Muchos, incluso algunos que eran buenos tipos, se enrolaron de este modo en aquel cuerpo criminal. Junto con unos pocos, tuve la suerte de poder decir que pretendía convertirme en sacerdote católico. Nos abuchearon y nos insultaron y nos devolvieron dentro de una patada, pero dimos gracias por esas humillaciones, pues nos libraron de la amenaza de aquel alistamiento “voluntario”, con todas las consecuencias que conllevaba. »Este servicio duró dos meses.

Recenzii

“No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”. —Su Santidad el Papa Benedicto XVI

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